Ekona

Digitalización socialmente inclusiva

21 Oct 2019

La digitalización implica riesgos y oportunidades para la economía. Saber aprovechar estas últimas para mejorar la calidad de vida de las personas trabajadoras es un reto importante para el conjunto de los agentes sociales y las instituciones.

Las economías de plataforma han ganado una importancia capital en los últimos 10 años. Éstas están sustituyendo gradualmente a las grandes empresas creadas a mediados del siglo XX. Del mismo modo que grandes empresas como General Motors contribuyeron a definir el contrato social de postguerra a través de los beneficios sociales pactados con los sindicatos para sus trabajadores y su contribución al Estado con impuestos, hoy estas empresas están redefiniendo el contrato social para muchos trabajadores. 

A diferencia de experiencias pasadas, la mayoría de las economías de plataforma nacen con el objetivo de ejercer a largo plazo el monopolio en un determinado sector a través del uso de la información. Esto lo hacen a partir de inversiones muy agresivas financiadas por grandes inversores con disposición de asumir muchos riesgos. Por otro lado, las economías de plataforma, y la digitalización más generalmente, son herramientas muy útiles para el incremento de productividad en la economía; y, en consecuencia, una potencial herramienta para mejorar la calidad de vida de los trabajadores. 

De este modo, la digitalización presenta dos caras de la misma moneda aparentemente contradictorias. Por un lado, erosiona el contrato social tal y como lo habíamos conocido. Por otro lado, representa una oportunidad de modernización de la economía en beneficio de los trabajadores. Asimismo, compatibilizar la digitalización de la economía con la mejora de los estándares sociales de los trabajadores representa un reto importante de política pública. 

La experiencia internacional que se ha acumulado los últimos años ha proporcionado herramientas para minimizar los impactos negativos de las economías de plataforma. En este sentido, una de las claves para evitar las externalidades negativas producidas por las economías de plataforma es, preferentemente, el desarrollo de estrategias de anticipación en la regulación. 

No obstante, más allá de las estrategias de defensa del contrato social, una salida socialmente inclusiva al reto de la digitalización pasa por encontrar mecanismos institucionales que permitan el aprovechamiento del incremento de productividad de la economía gracias a la digitalización en beneficio de la calidad de vida de los trabajadores. 

Éste ha sido un reto para otros muchos países antes, que han buscado sus propios caminos a través de los distintos equilibrios sociales para acomodar la digitalización a su mercado laboral y Estado del Bienestar. La evidencia internacional que tenemos al respecto es amplia. Por ejemplo, por un lado, la digitalización que ha desarrollado Alemania ha impulsado la digitalización en sus sectores productivos más punteros con el objetivo de promover la competitividad de sus exportaciones ha fortalecido el contrato social en el terreno de la industria manufacturera. Por otro lado, Suecia impulsó una digitalización mucho más transversal de su economía, no tanto enfocada en exclusiva a sus exportaciones. Esta estrategia acabó incrementando la productividad general de la economía y aupó el crecimiento del sector de las telecomunicaciones. 

La digitalización en nuestro caso debe tener en cuenta dos elementos: el trabajo y la democracia. Para el primero, debe incluir instrumentos para que la introducción de la digitalización se traduzca en el mantenimiento del empleo, la reducción de la jornada laboral o el incremento de los salarios. 

En este sentido, la economía española se encuentra en una encrucijada importante. Por un lado, tiene un modelo de relaciones laborales que en un futuro deberá ser reformado por tres razones. La primera, porque existe una creciente presión de los agentes políticos y sociales para que se modifiquen elementos sustanciales de la actual legislación laboral. La segunda, por el condicionante de la limitación de la inflación que conlleva la pertenencia a la Eurozona. Y, en tercer lugar, porque los empleos generados por la llamada “nueva economía” deben ganar presencia en las relaciones laborales y sus instituciones.

Siguiendo esta línea, la digitalización debe incluir propuestas de cambios en las relaciones laborales en el Estado español para poder mejorar el reparto económico de la digitalización de manera compatible con el resto de la agenda política de los sindicatos y agentes sociales. En esta línea, se debería promover un modelo de relaciones laborales con tres características:

  1. Repartir más adecuadamente los ingresos por productividad entre capital y trabajo
  2. Promover la solidaridad entre trabajadores
  3. Cumplir los criterios de convergencia económica europea

Estas tres líneas de trabajo integran adecuadamente las necesidades laborales del sector de la digitalización. 

Para el segundo elemento, la democracia, es necesario impulsar un modelo de copropiedad de datos (entre sindicatos, empresas, clientes y administraciones públicas) con el objetivo de promover una gestión transparente de los datos en beneficio del cliente (su protección) y el reparto de beneficios de éstos. En este sentido, el cambio ha de ser integral: una digitalización socialmente inclusiva para el trabajo será posible a través de la democracia de los datos, y ésta será posible con una presencia fuerte del mundo del trabajo en la digitalización.

S. Cutillas, P. Cotarelo, A. Medina

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Opinión

La necesidad de una Plataforma Nacional para la Reducción del Riesgo de Desastres

En un contexto marcado por el cambio climático y por una creciente exposición social, económica y ambiental al riesgo, la reducción del riesgo de desastres (RRD) se ha convertido en una prioridad estratégica. Ya no hablamos solo de emergencias puntuales, sino de un fenómeno estructural que condiciona la seguridad humana, la estabilidad económica y la sostenibilidad. Los desastres, cada vez más frecuentes y complejos, son el síntoma visible de un sistema que necesita anticipación, cooperación y conocimiento compartido. En este sentido, el Marco de Sendai para la Reducción del Riesgo de Desastres 2015-2030 fue adoptado por los Estados Miembros de la ONU el 18 de marzo de 2015 en la Tercera Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre la Reducción del Riesgo de Desastres en la ciudad japonesa de Sendai, Prefectura de Miyagi. Este marco tiene como objetivo general lograr la reducción sustancial del riesgo y de las pérdidas por desastres en vidas, medios de vida y salud, así como en los activos económicos, físicos, sociales, culturales y ambientales de personas, empresas, comunidades y países durante los próximos años. Sus Metas específicas son las siguientes: Plataformas para la Reducción de Riesgos de Desastres La Plataforma Global es un foro para el intercambio de información, la realización de debates sobre los últimos acontecimientos, la socialización de conocimiento y el establecimiento de alianzas entre los distintos sectores, con el propósito de aumentar la implementación de la reducción del riesgo de desastres mediante una mejor comunicación y coordinación entre los distintos grupos interesados. Esta plataforma permite que los gobiernos, las ONG, los científicos, los profesionales en distintos campos y las organizaciones de las Naciones Unidas compartan experiencias y acuerden lineamientos estratégicos para la aplicación del Marco de Sendai. Las Plataformas Regionales son foros multisectoriales que reflejan el compromiso de los gobiernos para mejorar la coordinación y la realización de actividades para la reducción del riesgo de desastres, mientras establece nexos con iniciativas nacionales e internacionales. Asimismo, la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres (UNDRR) fomenta el establecimiento de mecanismos de coordinación multisectorial para la RRD, tales como las Plataformas Nacionales para la Reducción del Riesgo de Desastres, a fin de destacar la relevancia, el valor agregado y la rentabilidad de un enfoque coherente y coordinado para la reducción del riesgo de desastres en el ámbito nacional. En España, la creación de esta Plataforma Nacional no partiría de cero ya que existe el Plan Nacional de Reducción de Riesgos de Desastres. Este plan, que forma parte del Sistema Nacional de Protección Civil, ya establece la arquitectura estratégica necesaria para, o bien utilizarla directamente como el espacio desde el que dirigir las investigaciones y acciones en materia de RRD, o bien como un modelo inspirador para crear un órgano ad hoc específicamente dedicado a esta misión. La urgencia de crear esta Plataforma Anticipar el riesgo es hoy una cuestión de responsabilidad pública y colectiva. La creciente frecuencia de fenómenos extremos, la exposición de infraestructuras críticas y la desigualdad en la capacidad de respuesta exigen una estructura estable de coordinación que funcione de manera permanente y transversal. Solo una visión integrada, que combine ciencia, planificación territorial y cooperación institucional, puede ofrecer una respuesta coherente a los desafíos de esta nueva realidad. La creación de esta Plataforma es una necesidad estratégica. La justificación se basa en dos pilares interconectados: 1.  La nueva realidad de los desastres: la complejidad, intensidad y frecuencia de algunos desastres están aumentando debido, con mucha frecuencia, al cambio climático. Los fenómenos meteorológicos extremos, cada vez más vinculados a este fenómeno, no entienden de fronteras administrativas ni de competencias sectoriales. Los desastres actuales no son eventos aislados, sino crisis encadenadas e interconectadas. Un incendio forestal no es solo un problema para los bomberos; afecta a la biodiversidad, a la calidad del aire, a la salud pública, a la economía local y a las infraestructuras. Entender esta red de interdependencias es la clave para anticipar y reducir los impactos antes de que se transformen en catástrofes. Gestionarlo de forma efectiva requiere de una visión integral que solo puede lograrse con una coordinación multisectorial permanente. 2.  La coherencia y la eficiencia: actuar de forma aislada y fragmentada es ineficiente y costoso. Una Plataforma Nacional permite un enfoque coherente y coordinado. Esto significa: – Evitar duplicidades entre diferentes administraciones. – Compartir información: crear un flujo de datos e inteligencia sobre riesgos que beneficie a todos los actores implicados. – Optimizar recursos: invertir de forma más inteligente en prevención, preparación y respuesta, obteniendo un mayor retorno en seguridad para la ciudadanía. – Dar relevancia: elevar la reducción del riesgo de desastres a la máxima prioridad política, reconociendo su valor crucial para el desarrollo sostenible del país. Hacia una Cultura de la Prevención El verdadero valor de una Plataforma Nacional para la RRD va más allá de la gestión de la emergencia cuando el desastre ya ha ocurrido. Su misión más importante es fomentar una cultura de la prevención. En lugar de limitarnos a ser reactivos —a esperar a que ocurra lo peor para actuar—, esta Plataforma permitiría un trabajo proactivo que permitiría identificar los riesgos antes de que se materialicen, de fortalecer las infraestructuras críticas, de educar a la población, de planificar el uso del territorio de forma más segura y de asegurar que nuestros sistemas de alerta temprana sean lo más robustos posibles. Fomentar la cultura de la prevención es también fomentar la equidad. Los desastres afectan con mayor dureza a las comunidades más vulnerables (quienes viven en viviendas precarias, en zonas de riesgo o con menos acceso a la información). Una Plataforma Nacional puede convertirse en un instrumento para fortalecer la justicia territorial y social, garantizando que nadie quede atrás ante los impactos climáticos y ambientales. Al estar anclada en estructuras ya existentes como las derivadas del Plan Nacional de Reducción de Riesgos de Desastres, y con el respaldo del Consejo Nacional de Protección Civil, la Plataforma tendría la autoridad y la capacidad para impulsar este cambio de mentalidad,
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Gobernar la ciudad más allá de la ciudad

Las grandes áreas urbanas del siglo XXI ya no caben dentro de los límites de sus municipios. La expansión de las ciudades, la movilidad diaria entre localidades y los retos compartidos —desde la vivienda hasta el cambio climático— exigen una gobernanza metropolitana, capaz de coordinar decisiones que afectan a millones de personas y a territorios interconectados. Pensar en una escala metropolitana Las ciudades actuales funcionan como redes vivas. Las personas residen en un municipio, trabajan en otro, consumen recursos que vienen de un tercero y generan impactos ambientales que se extienden mucho más allá de sus fronteras administrativas. En este contexto, los problemas urbanos —movilidad, contaminación, vivienda, gestión del agua o residuos— ya no pueden resolverse de forma aislada. Por otro lado, el cambio climático agrava esta situación. Las emergencias asociadas a fenómenos extremos, como las DANA (depresiones aisladas en niveles altos) que afectan recurrentemente al Mediterráneo, o los incendios, revelan las limitaciones de la gestión fragmentada. Cuando cada ayuntamiento actúa por su cuenta, se ralentiza la respuesta y se pierden recursos valiosos. La gestión de riesgos climáticos, como inundaciones, olas de calor o incendios forestales, exige una visión que trascienda los límites municipales y aborde los fenómenos a escala territorial. Las decisiones sobre urbanización, infraestructuras o usos del suelo en un municipio pueden tener efectos directos sobre los territorios vecinos. Una planificación metropolitana permite delimitar los usos del suelo con una visión amplia, garantizar una proporción adecuada de superficies permeables e infraestructuras capaces de absorber y retener el agua, asegurar espacios de laminación y drenaje, y revisar infraestructuras supramunicipales que pueden actuar como barreras o trampas de avenidas. Al mismo tiempo, esta escala de gestión facilita coordinar la disponibilidad de refugios climáticos de distinta tipología, organizar redes de centros sanitarios y logísticos para atender a población desplazada, y prever espacios de acopio y distribución de ayuda en emergencias de gran escala. Esta mirada integral amplía el foco de la gestión del territorio y permite responder con mayor eficacia y equidad ante la complejidad de los riesgos contemporáneos. Un órgano metropolitano ofrece un marco institucional común para coordinar políticas, compartir infraestructuras, optimizar servicios y anticipar riesgos climáticos, orientado a gobernar el territorio real, y no solo el nivel administrativo. Barcelona como referencia: una gestión integrada El Área Metropolitana de Barcelona (AMB) es el ejemplo más avanzado de este tipo de gobernanza en España. Agrupa a 36 municipios y gestiona competencias amplias que van desde el urbanismo hasta la movilidad, la vivienda, el medio ambiente o el desarrollo económico. Algunas de sus áreas clave son las siguientes: • Ordenación del territorio y urbanismo: planifica el crecimiento urbano con criterios de sostenibilidad, equilibrio social y eficiencia territorial. • Transporte y movilidad: coordina autobuses, metro y redes metropolitanas, fomentando la intermodalidad y la reducción de emisiones. • Medio ambiente y sostenibilidad: gestiona el ciclo del agua, los residuos y programas de protección ambiental y biodiversidad, incluyendo un plan metropolitano de lucha contra el cambio climático. • Energías renovables: impulsa instalaciones sostenibles y apoya la transición energética de los municipios. • Vivienda y cohesión social: actúa por delegación de los ayuntamientos para garantizar una política de suelo solidaria entre municipios. • Desarrollo económico y empleo: fomenta la innovación, la creación de empresas y la competitividad regional. Este modelo demuestra que la cooperación institucional amplía la capacidad de acción frente a desafíos que ningún municipio puede resolver por sí solo, aunque la capital sea tan importante como Barcelona. Una oportunidad por aprovechar frente a los desafíos actuales El contraste entre AMB y las mancomunidades de municipios que existen muestra cómo un órgano metropolitano integra la planificación estratégica y coordina los recursos, mientras que las mancomunidades actuales se limitan a la gestión de servicios puntuales, lo cual no alcanza la escala estratégica necesaria para abordar los grandes retos urbanos y ambientales de la región que abarcan. Ciudades como Valencia y su entorno forman una de las áreas metropolitanas más dinámicas del Mediterráneo, con un metabolismo social integrado: los flujos de personas, recursos, energía y residuos circulan diariamente entre municipios. Pero carece de un órgano político capaz de coordinar ese metabolismo y transformarlo hacia la sostenibilidad. Algo similar sucede en otras áreas metropolitanas, que existen en la realidad socioeconómica pero no en la administrativa. Crear un ente metropolitano de gestión —con competencias claras en movilidad, vivienda, planificación territorial y adaptación climática— permitiría mejorar la eficiencia institucional, reducir duplicidades y anticipar riesgos ambientales como los derivados del cambio climático. Adaptación al cambio climático: una visión integrada La creación de órganos metropolitanos no es solo una cuestión de gobernanza, sino una estrategia de adaptación climática. Las aglomeraciones urbanas concentran población, infraestructuras críticas y emisiones, pero también concentran capacidad de innovación y de acción colectiva. Un sistema metropolitano bien diseñado puede: • Coordinar planes de emergencia y protección civil ante fenómenos extremos, integrando la gestión de riesgos climáticos (inundaciones, olas de calor e incendios…) mediante infraestructuras de refugio, sistemas de alerta temprana y redes supramunicipales de asistencia y apoyo. • Gestionar el ciclo del agua y los residuos de forma integrada. • Reducir las emisiones mediante transporte público y energía limpia. • Planificar la expansión urbana evitando zonas de riesgo climático. • Impulsar la resiliencia económica y social, garantizando igualdad territorial. En definitiva, permite pasar de la reacción a la prevención estratégica, con decisiones basadas en datos y cooperación, y a la cultura de la resiliencia, con estructuras y mecanismos diseñados para garantizar la capacidad de resistir. P. Cotarelo y O. Mayoral
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Conocimiento del territorio frente a la crisis climática

La actualidad nos coloca ante aparentes paradojas como el hecho de que vivimos en un mundo de conexiones globales con cantidades ingentes de información disponible sobre cualquier tema casi en tiempo real, pero a menudo desconocemos los detalles del lugar que pisamos y del que dependemos para las actividades más básicas. Quizás sabemos más de las capitales del mundo occidental que de la historia geológica de nuestro valle, río o montaña, y estamos más familiarizados con las tendencias internacionales que con los patrones de lluvia, los vientos dominantes o los procesos de regresión o avance de nuestra línea de costa tras los temporales. Sin embargo, en un contexto de cambio climático, este desconocimiento de nuestro territorio se ha convertido en un lujo muy arriesgado. Más allá del mapa: un conocimiento vivo y multidimensional Ahora bien, conocer un territorio no es solo poder señalar sus fronteras en un mapa. Significa comprender su ecología, su historia, su cultura y sus relaciones humanas. Es entender, por ejemplo, por qué un ecosistema es resiliente al fuego y otro no, o cómo la gestión del territorio del pasado condiciona los riesgos del presente. Se trata de apreciar su antropología, su memoria colectiva y sus relatos, han sabido leer las señales del clima a lo largo de las generaciones. Conocer el territorio también implica reconocer los distintos “saberes situados” que lo explican: el conocimiento científico, el técnico, el campesino, el tradicional o el emocional. El conocimiento situado, el que nace de la experiencia directa con el entorno, complementa la ciencia académica y enriquece la toma de decisiones locales. Todos ellos aportan piezas esenciales de una misma realidad, donde la observación cotidiana y la experiencia directa son tan valiosas como los datos satelitales o los informes técnicos. El objetivo de un mejor y más comprehensivo conocimiento del territorio es dotar a las personas de una «lente territorial» con la que interpretar su realidad, comprendiendo, por ejemplo, que un barrio construido sobre un cauce natural seco no es solo un dato urbanístico, sino un futuro riesgo de inundación. Esta “lente” permite conectar conocimiento y responsabilidad, y entender que cada decisión local forma parte de un sistema interconectado. Herramientas para una revolución educativa local La necesidad de una “lente territorial” para interpretar la realidad interpela al conjunto de la sociedad. Por ello, el conocimiento sobre el entorno local debe basarse en un ecosistema educativo adaptado a las realidades sociales y generacionales. En este contexto, el desarrollo de una “competencia climática–territorial” se vuelve clave. Esta competencia puede definirse como la capacidad para comprender el territorio que se habita, identificar riesgos y vulnerabilidades asociados al clima, y actuar de manera individual y colectiva para prevenir, mitigar y adaptarse, participando en la gestión y gobernanza local. El marco europeo GreenComp sobre competencias en sostenibilidad proporciona una referencia útil para orientar esta competencia. Entre sus 12 competencias destacan el pensamiento sistémico, la contextualización de los problemas y la acción colectiva, todas ellas estrechamente vinculadas al conocimiento territorial. La integración de estos elementos en el currículo educativo asegura que cualquier persona que pase por nuestro sistema educativo adquiriera una base sólida de lectura del paisaje, análisis del riesgo y compromiso con su entorno. Una pedagogía de este tipo debería comprender elementos tales como: El conocimiento como antídoto contra la vulnerabilidad Aunque sea incómodo hacerlo, es necesario reconocer que la vulnerabilidad es desigual. La vulnerabilidad a los efectos del cambio climático o a otros fenómenos no es la misma para todas las personas ni en todas las etapas de la vida. Ésta depende de factores sociales, económicos y de género. Por ejemplo, una persona mayor que vive sola en una planta baja, sin red familiar y con movilidad reducida, es intrínsecamente más vulnerable a una inundación que un joven en un piso alto. El conocimiento del territorio es un «igualador crítico» ya que empodera a las personas más vulnerables, dándoles los recursos cognitivos y prácticos para entender su riesgo y saber cómo actuar. La justicia climática empieza reconociendo que no todas las comunidades enfrentan las mismas amenazas ni disponen de los mismos recursos para afrontarlas. Conocer el territorio, entonces, no es solo una cuestión educativa, sino también ética y política. Hacia una ciudadanía arraigada y resiliente Un plan integrado de conocimiento del territorio es una estrategia fundamental de adaptación al cambio climático y de construcción de resiliencia social. Es la diferencia entre ser espectadores pasivos de los desastres y ser agentes activos de nuestra propia seguridad. Se trata de una iniciativa profundamente democrática que devuelve el poder del saber a la sociedad. Lo es porque fomenta una ciudadanía «arraigada», con raíces profundas en la comprensión de su entorno, capaz de disfrutar de él y de leer las señales de alarma, de participar en las soluciones y de cuidar el lugar que considera su hogar. Sentir el territorio como propio es el primer paso para cuidarlo colectivamente, para reconocer en él una extensión de nuestra propia historia y de nuestra vida compartida. En un mundo de emergencia climática, el conocimiento hiperlocal, el que se adquiere caminando, observando y escuchando, se convierte en la primera línea de defensa, en la base de nuestra seguridad. O. Mayoral y P. Cotarelo
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Adaptar el territorio a sus límites: una nueva mirada a la sostenibilidad regional

En el contexto del cambio climático, en el que el desarrollo humano empuja cada día más los límites biofísicos, pensar el territorio desde su capacidad de carga ya no es una cuestión académica, sino una necesidad urgente. Las ciudades y regiones deben aprender a funcionar como organismos sostenibles, capaces de mantener su vitalidad sin agotar los recursos naturales ni deteriorar el entorno del que dependen. El metabolismo social: entender la vida del territorio Así como un organismo necesita energía y nutrientes para sobrevivir, las sociedades humanas también tienen un metabolismo: extraen recursos, los transforman, producen bienes y generan residuos. Este flujo constante de materia, energía e información configura el llamado metabolismo social. Aplicar este enfoque al territorio permite medir su capacidad de carga, es decir, determinar hasta qué punto puede soportar una determinada presión humana sin deteriorarse. Al identificar unidades metabólicas regionales, se pueden analizar los intercambios entre la naturaleza y la sociedad y, a partir de ahí, orientar las políticas públicas hacia una adaptación realista. El objetivo es alinear el funcionamiento de la sociedad con los ritmos y límites del ecosistema. Cuando una región consume más de lo que su entorno puede regenerar, se debilita a largo plazo. Por el contrario, una planificación que respeta su metabolismo construye resiliencia y bienestar duradero. Más allá del urbanismo clásico El diseño urbano tradicional ha tendido a centrarse en la relación entre población y suelo construido, pero lo ha hecho de forma parcial. Las ciudades crecen empujadas por necesidades demográficas, económicas o políticas, y esa expansión a menudo genera impactos ambientales y sociales difíciles de revertir. La historia de los últimos siglos es la historia en la que el desarrollo urbano y la distribución de la población están profundamente entrelazados. No se trata solo de dónde viven las personas, sino de cómo se distribuyen las funciones del territorio, qué movilidad requieren, qué consumo energético implican y cómo transforman el paisaje. Los sistemas urbanos son combinaciones complejas de factores económicos, sociales, ecológicos y culturales. Comprender su sostenibilidad exige verlos como un todo, no como piezas separadas. En este sentido, el enfoque metabólico permite integrar esa complejidad: medir los flujos, entender sus interacciones y diseñar políticas coherentes con la realidad material de cada región. Urbanización y resiliencia El modo en que se urbaniza un territorio define su resiliencia frente a fenómenos tan disruptivos como el cambio climático. Mientras que una expansión dispersa incrementa el consumo energético y la fragmentación del hábitat, una densificación excesiva puede colapsar los servicios básicos. En ambos extremos, se rompe el equilibrio del metabolismo urbano. Por el contrario, analizar la relación entre población y suelo edificado permite detectar esas tensiones y rediseñar los patrones de ocupación, en relación, por ejemplo, con la reducción de la dependencia del transporte motorizado, con la promoción de la autosuficiencia energética o con la integración de los espacios verdes en la estructura urbana. El resultado de la incorporación de una visión resiliente al urbanismo permite pasar de ciudades que consumen el territorio a ciudades que conviven con él. Hacia un nuevo pacto territorial Adecuar la adaptación a la capacidad de carga significa, en el fondo, redefinir la relación entre la sociedad y su entorno. Implica reconocer que el bienestar humano no depende de dominarlo, sino de convivir con él dentro de límites sostenibles. Este enfoque da lugar a lo que podríamos llamar un pacto metabólico. Es decir, un acuerdo implícito entre la población y su territorio para mantener un equilibrio funcional. Cuando ese pacto se rompe —por sobreexplotación, contaminación o desigualdad territorial—, el sistema entra en crisis. Adoptar una metodología basada en el metabolismo social permite reconstruir ese pacto con bases científicas y políticas sólidas orientándolo hacia la sostenibilidad funcional, donde la prosperidad no se mida solo en crecimiento económico, sino en estabilidad ecológica, equidad social y calidad de vida. Una metodología con vocación práctica La forma concreta de incorporar el metabolismo social a la planificación territorial y climática podría basarse en cuatro pasos esenciales: 1. Delimitar unidades metabólicas regionales Espacios donde los flujos de energía, agua, materiales y población se comportan de manera coherente. Estas unidades permiten analizar cada territorio como un sistema vivo. 2. Evaluar la capacidad de carga Determinar el punto en que la presión humana —urbana, industrial, agrícola o turística— supera la capacidad del entorno para regenerarse. Este cálculo integra factores ecológicos, sociales y económicos. 3. Ajustar las políticas públicas Traducir los resultados del análisis en decisiones concretas: dónde expandir o densificar, cómo planificar la movilidad, qué usos del suelo priorizar o qué límites imponer al consumo de recursos. 4. Monitorear y adaptar Los territorios cambian, y las políticas deben cambiar con ellos. Por eso es necesario un sistema de seguimiento continuo, con indicadores que permitan ajustar las estrategias en tiempo real. P. Cotarelo y O. Mayoral
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Derechos más allá del humano

Durante siglos, el concepto “derechos” se ha reservado a las personas. Sin embargo, el siglo XXI está ampliando ese horizonte y la naturaleza empieza a ser reconocida como sujeto de derechos. Este cambio, que puede parecer simbólico, supone una verdadera revolución jurídica, ética y política. Significa pasar de proteger el medio ambiente “por utilidad” a reconocerle valor propio y capacidad de existencia. El punto de partida es un caso pionero: la Ley 19/2022, que otorgó personalidad jurídica al Mar Menor y su cuenca. A partir de esta experiencia, se abre un debate más amplio: ¿qué significa reconocer derechos a un ecosistema?, ¿qué cambia en la gestión ambiental cuando el territorio deja de ser un objeto y se convierte en un sujeto? El precedente del Mar Menor: cuando la naturaleza habla en primera persona La Ley 19/2022, aprobada por el Congreso de los Diputados en 2022, convirtió al Mar Menor en el primer ecosistema europeo reconocido como sujeto de derechos. Este paso histórico se inspiró en modelos internacionales –como los ríos Whanganui en Nueva Zelanda o Atrato en Colombia–, donde comunidades y juristas habían defendido que los ecosistemas debían contar con mecanismos legales propios de defensa. Según la ley española, el Mar Menor tiene reconocidos cuatro derechos fundamentales: 1. Derecho a existir y evolucionar naturalmente Implica respetar las leyes ecológicas que sustentan su equilibrio. No se trata solo de “conservar” la laguna, sino de permitirle regenerarse y evolucionar según sus dinámicas naturales, libres de presiones humanas desmedidas. 2. Derecho a la protección Supone detener o no autorizar actividades que representen un riesgo para su integridad, como vertidos, construcciones o sobreexplotaciones. 3. Derecho a la conservación Exige acciones activas para preservar especies, hábitats y espacios protegidos asociados a la laguna y su cuenca. 4. Derecho a la restauración Obliga a reparar los daños causados, devolviendo al ecosistema su funcionalidad y los servicios naturales que ofrece a la sociedad. Para hacer efectivos estos derechos, la ley creó un sistema de representación institucional: un Comité de Representantes, una Comisión de Seguimiento y un Comité Científico. En conjunto, actúan como la “voz” del Mar Menor ante las administraciones y los tribunales. Con esta estructura, la laguna deja de ser un mero espacio natural gestionado por políticas sectoriales y se convierte en una entidad política y jurídica con legitimidad propia. De la protección a la convivencia: hacia una nueva cultura jurídica El reconocimiento de derechos a entidades más que humanas marca un giro radical en la forma de entender la relación entre sociedad y naturaleza. Hasta ahora, la legislación ambiental se ha centrado en regular el uso de los recursos: cuánto se puede extraer, verter, ocupar o transformar. Pero en un contexto de crisis climática y colapso ecológico, ese modelo ha mostrado sus límites. Reconocer a un ecosistema como sujeto de derechos significa superar la visión instrumental —la naturaleza como “propiedad” o “recurso”— para situarla como parte de la comunidad de la vida, con dignidad y voz propia. Este cambio tiene consecuencias profundas: • Introduce nuevos criterios éticos en la toma de decisiones públicas. • Refuerza la responsabilidad ecológica de las instituciones y empresas. • Permite acciones legales en nombre del ecosistema, incluso cuando no haya afectación directa a personas. • Amplía la noción de justicia hacia un plano ecológico y colectivo. El concepto de “entidades más que humanas” abarca no solo ríos o lagunas, sino también bosques, montañas, suelos, humedales o especies clave que sostienen la vida en una región. Cada una podría, en determinadas condiciones, ser reconocida como sujeto de derecho ecológico, especialmente aquellas esenciales para la adaptación climática.Este cambio también se apoya en una comprensión más profunda de la propia naturaleza. Los ecosistemas no son simples agregados de elementos biológicos o geográficos, sino sistemas complejos con propiedades emergentes (como la autorregulación, la resiliencia o la capacidad de adaptación) que les permiten mantener su equilibrio y sostener la vida. Estas propiedades surgen de la interacción entre sus componentes, y no pueden entenderse a partir de la suma de las partes. Así, estos nuevos derechos no solo amplían el marco legal, sino que reflejan una evolución en la comprensión científica y ética del planeta: reconocer a la naturaleza como un conjunto de seres interdependientes, dotados de capacidad de respuesta y valor intrínseco. Adaptación climática con derechos La inclusión del reconocimiento formal de derechos de las entidades más que humanas en las políticas de adaptación al cambio climático podía garantizar una adaptación más justa, duradera y coherente con los límites biofísicos. Por ejemplo, otorgar derechos a ecosistemas estratégicos —como humedales, ríos o bosques— permitiría: • Establecer mecanismos de defensa legal automáticos frente a amenazas. • Asegurar la prioridad ecológica en los procesos de planificación. • Fomentar la cogestión entre instituciones y comunidades locales. • Impulsar una visión territorial integrada que trascienda la división administrativa. De esta manera, la adaptación al cambio climático dejaría de ser solo una política técnica y pasaría a ser una cuestión de justicia ecológica. Una corriente global en expansión El reconocimiento de derechos a la naturaleza no es una rareza aislada. En los últimos años, esta corriente se ha extendido por todo el mundo: • Ecuador fue el primer país en consagrar en su Constitución (2008) los “derechos de la naturaleza” (Pachamama). • Bolivia aprobó la Ley de la Madre Tierra (2010), reconociendo su valor intrínseco. • En Colombia, la Corte Constitucional declaró al río Atrato sujeto de derechos. • En Nueva Zelanda, el río Whanganui y el Monte Taranaki cuentan con personalidad jurídica y guardianes designados. • En India, los ríos Ganges y Yamuna recibieron estatus similar (aunque con controversias judiciales posteriores). Hacia una democracia más que humana En última instancia, explorar y reconocer nuevos derechos para las entidades más que humanas es una forma de democratizar la relación con los ecosistemas, que dejan de ser simples escenarios donde ocurre la vida humana, convirtiéndose en actores con agencia y vulnerabilidad propias. Reconocer la complejidad de los ecosistemas implica aceptar su capacidad de respuesta y su papel en los equilibrios del
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Hacia el reconocimiento del derecho a un medio ambiente sano

Vivimos tiempos de transformación profunda. Mientras los efectos del cambio climático se hacen cada vez más palpables en nuestro día a día – desde olas de calor más intensas hasta fenómenos meteorológicos extremos –, una transformación silenciosa está teniendo lugar en el ámbito del derecho que busca responder a la pregunta fundamental sobre si tenemos derecho a un medio ambiente sano. La respuesta afirmativa a esta cuestión ha puesto en marcha un movimiento jurídico y político internacional que está redefiniendo las obligaciones de los Estados y los derechos de la ciudadanía. La emergencia climática como cuestión de Derechos Humanos Tradicionalmente, se ha conceptualizado el cambio climático como un problema ambiental, energético o económico. Sin embargo, esta perspectiva se está quedando corta. La crisis climática es, ante todo, una crisis de derechos humanos, y la percepción social sobre ella se acerca progresivamente a esta interpretación. Porque un entorno y un clima estables constituyen la base sobre la que se sostienen todos los demás derechos. Sin ello, el derecho a la salud se ve comprometido por las enfermedades propagadas por el calor o la contaminación; el derecho a la vivienda, amenazado por los desalojos forzosos tras una inundación; el derecho a la vida, en riesgo por la violencia de los fenómenos meteorológicos extremos; el derecho a la alimentación, asediado por las sequías que arrasan los cultivos; y el derecho a la igualdad, en estado crítico porque son los más vulnerables – las personas empobrecidas, las personas mayores, los pueblos indígenas – quienes sufren de manera desproporcionada los efectos de un clima inestable. La comunidad científica lleva tiempo señalando que la degradación de los ecosistemas, la deforestación y la pérdida de biodiversidad tienen consecuencias directas sobre la salud humana, al alterar los equilibrios ecológicos que nos sostienen. No se trata solo de evitar los daños que recaen sobre nosotros, sino de comprender que formamos parte del mismo sistema vivo. Esta comprensión desafía el paradigma antropocéntrico tradicional, que ha situado históricamente a la humanidad por encima del resto de la naturaleza. Esta visión integral, respaldada por el enfoque de Una Sola Salud, impulsada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y por la comunidad científica, nos recuerda que la salud humana, la salud animal y la salud de los ecosistemas están íntimamente interrelacionadas, y refuerza la necesidad de políticas que reconozcan la continuidad entre la salud humana, la salud de los ecosistemas y el derecho a un entorno sano. La investigación y la ciencia han trabajado las últimas décadas para comprobar esta conexión entre el cambio climático y la vulneración de derechos a través de sus impactos. El siguiente paso para la protección de dichos derechos corresponde al ámbito jurídico, que deberá traducir este reto en derechos exigibles y obligaciones concretas. Es en este punto donde la Opinión Consultiva OC-32/25 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (IDH) marca un antes y un después. El dictamen de la Corte IDH: un nuevo paradigma legal En mayo de 2025, a petición de Chile y Colombia, la Corte IDH se pronunció sobre las obligaciones de los Estados en el marco de la Emergencia Climática. Su opinión no es una mera recomendación; es una hoja de ruta jurídica detallada y vinculante para los países que forman parte del sistema interamericano. La Corte desglosa las obligaciones de los Estados en cuatro pilares fundamentales: 1. Obligaciones generales en el marco de la emergencia climática La Corte deja claro que los Estados tienen el deber de prevenir los efectos catastróficos del cambio climático. Esto ya no es una opción política, sino una obligación legal. Los gobiernos deben tomar todas las medidas necesarias –legislativas, administrativas, judiciales– para garantizar que las actividades bajo su jurisdicción no causen un daño transfronterizo significativo. La inacción, o la acción insuficiente, puede constituir una violación de los derechos humanos. 2. Obligaciones derivadas de los derechos sustantivos La Corte vincula explícitamente la emergencia climática con derechos ya consagrados, como el derecho a la vida y a la integridad personal. Un medio ambiente sano es una condición esencial para su disfrute. En la práctica, esto podría significar que una persona o una comunidad podría demandar al Estado si, por ejemplo, la contaminación del aire de una central térmica cercana está afectando gravemente su salud, argumentando una violación de su derecho a la integridad personal por la inacción del Estado en regular adecuadamente esa fuente de emisiones. 3. Obligaciones de procedimiento: transparencia y participación Los Estados no solo deben actuar, sino que deben hacerlo de una manera determinada. Esto incluye: a. Acceso a la información: garantizar que la ciudadanía tenga acceso a información clara, oportuna y comprensible sobre los impactos climáticos y las políticas para enfrentarlos. b. Participación pública: permitir que las personas intervengan de manera significativa en la toma de decisiones ambientales, como la aprobación de un proyecto con elevada huella de carbono c. Acceso a la justicia: asegurar que existan mecanismos judiciales o administrativos accesibles para impugnar acciones u omisiones que afecten el medio ambiente. 4. El Principio de igualdad y no discriminación La Corte es contundente ante el hecho de que la crisis climática es una crisis de desigualdad. Las obligaciones estatales deben aplicarse con una perspectiva de equidad, priorizando la protección de los grupos en situación de vulnerabilidad que se ven afectados de manera desproporcionada. Las políticas climáticas deben ser diseñadas para protegerles específicamente, evitando que la carga del cambio climático recaiga sobre quienes menos han contribuido a causarlo. Hacia un nuevo contrato social La exploración para incluir estos derechos implica un cambio profundo en la relación entre la ciudadanía, el Estado y el entorno. El reconocimiento del derecho a un medio ambiente sano no solo protege a las generaciones presentes, sino que extiende la justicia hacia quienes aún no han nacido. Este nuevo paradigma jurídico reconoce que la salud del planeta es, en sí misma, un bien jurídico que sostiene el resto de los derechos fundamentales. Siguiendo el liderazgo de la Corte Interamericana, los Estados tienen la oportunidad de evolucionar, de pasar
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La productividad contra los cuidados, una historia mal contada

La baja productividad en España genera preocupación desde hace tiempo por sus efectos sobre la economía. Según los datos de Eurostat, en la última década (2013-2023) España se encuentra a la cola de los países de la UE en lo que se refiere a crecimiento del PIB por persona ocupada, lejos de la media de la UE y muy lejos de los países líderes (Irlanda y Rumanía). Fuente: Instituto de Estudios Económicos a partir de Eurostat Asimismo, la productividad (PIB por hora trabajada) en 2023 presenta unos resultados similares (aunque en este caso la posición respecto al resto de países de la UE no sea tan retrasada). Considerando con el varo 100 la media de la UE, España presenta un 96,3 en productividad (PIB por hora trabajada). Fuente: Instituto de Estudios Económicos a partir de Eurostat El primer paso para realizar un análisis de la productividad comparada es reflexionar sobre la utilidad de un indicador de esas características y estudiar si realmente es útil para comparar la eficiencia de las economías nacionales. Si la productividad se define como el indicador de eficiencia que relaciona la cantidad de recursos utilizados con la cantidad de producción obtenida, su utilidad debería restringirse a sistemas productivos comparables o similares. Por tanto, comparar países con matrices productivas muy diferentes, como ocurre incluso en el caso de los miembros de la UE, podría carecer de sentido o de utilidad real en el proceso de toma de decisiones de carácter político o estratégico. Y todo ello sin profundizar demasiado en la división internacional del trabajo, que influye también dentro de la UE, y que condiciona (y casi determina) las características de las matrices productivas de los diferentes países. Considerando lo anterior, que en la mayoría de las ocasiones en las que se debate sobre productividad se ponga el foco en el lado del trabajo es muy inadecuado. Ya sea la actitud de las personas frente a su trabajo, ya sea el sistema de protección de los derechos laborales, parece que la responsabilidad recae en las personas trabajadoras. Este tipo de análisis no tiene en cuenta dos grandes variables de carácter estructural, además de las debilidades metodológicas comentadas. En primer lugar, la configuración sectorial de la economía de un país determina los límites o los parámetros entre los cuales puede desarrollarse su productividad. La mayor dependencia de sectores que pueden desarrollar bajas productividades por sus características intrínsecas conduce a bajas productividades como país. Normalmente corresponde a ciertas actividades industriales y a los servicios financieros las productividades más elevadas, actividades que no predominan en la economía española. Este tipo de factor ayuda a comprender mejor algunas de las causas de las cifras de productividad españolas a lo largo de la historia reciente, y porqué sin un cambio significativo en la estructura sectorial de nuestra economía su productividad no tiene la posibilidad de variar cualitativamente. Por otro lado, llama la atención que entre los factores que se suelen seleccionar como influyentes en la productividad se incluye el capital humano (así como el capital físico, el capital tecnológico, el capital empresarial, y el marco regulatorio e institucional), pero sin embargo en él sólo se incorpora el grado de educación superior de las personas trabajadoras, y no otros elementos que se pueden considerar en dicha categoría. Cabe preguntarse entonces si las competencias de las personas en el trabajo sólo dependen de su titulación académica, cuando la experiencia nos sugiere toda una serie de otros factores igual o más importantes que la titulación. La motivación, el estrés, el estado de salud, la alimentación y el entorno afectivo serían algunos de los factores a considerar en el análisis de la productividad, si se pretende realizar un análisis riguroso. Fuente: Instituto de Estudios Económicos a partir de Eurostat En algunos estudios, no obstante, se considera la salud de las personas trabajadoras como un factor a tener en cuenta al analizar la productividad, y esto debería servir de guía para introducir los otros factores mencionados previamente. Las personas empleadas que están sanas se presentan a trabajar físicamente capaces de hacer su trabajo con concentración y resistencia. Si el personal se siente bien, podrán participar mejor y realizar las tareas. Invertir en la salud y el bienestar de las personas empleadas agrega costos a corto plazo, pero es más probable que la empresa (y la sociedad) obtenga los beneficios de estos gastos con una mayor productividad y una mejor calidad del trabajo. El deterioro de la salud, trabajar en condiciones de enfermedad (aguda y/o crónica), dedicar tiempo vital de más a preocuparse de la gestión de la propia salud (y de la de las personas cercanas) son cargas que empeoran el desempeño en el trabajo. Por lo tanto, el “encarecimiento” del acceso a la sanidad (por reducción de recursos públicos, listas de espera indefinidas, falta de profesionales, etc.) supone un empeoramiento de las condiciones en las que las personas llegan y desempeñan su trabajo. Esto sucede tanto en términos individuales como en términos agregados, y supone un problema estructural para la economía. Para una determinada estructura económica, como la de un país, la pérdida de productividad relativa respecto a su óptimo socava sus posibilidades de progreso socioeconómico. Cuantos más recursos dedica una sociedad a proporcionar personas trabajadoras en buenas condiciones a los procesos productivos, tanto en términos económicos (monetarios) como en términos de esfuerzo, menos eficiente es en la generación de bienes y servicios. Esta situación empeora en la medida en la que se pierden o desaprovechan recursos en el proceso de mantener la salud de las personas trabajadoras. En el caso de la educación y la formación ocurre algo similar. Cuanto mejor y menos costosa sea la educación y la formación de las personas de una sociedad, mejor puede llegar a ser su productividad. Y esto depende de dos ámbitos interconectados: el bienestar familiar y las condiciones del sistema educativo y formativo. Del bienestar de la familia, o del entorno más cercano, que realiza las labores de crianza y cuidados en las primeras etapas de
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Hacia la institucionalización de la colaboración público-comunitaria en el ámbito energético

De la energía dependen los complejos procesos económicos contemporáneos que permiten el sostenimiento material y simbólico de las personas. Es un recurso de primera necesidad y esto hace que esté fuertemente relacionado con el poder y el conflicto. El acceso a la energía y su control ha sido históricamente una cuestión política fundamental. El desarrollo de nuestras economías fósiles ha dado lugar a la preponderancia de esquemas de propiedad de la energía (públicos y privados) coherentes con la visión liberal de la propiedad (exclusiva y excluyente) y con la dinámica de desposesión propia del capitalismo. Pero la transición energética hacia las renovables contribuye a experimentar formas alternativas a las tradicionales: propiedad pública (estatal) y privada de la energía. Esto es gracias al hecho de que en este punto muerto toma relevancia la energía eléctrica renovable, que permite la implicación de una amplia diversidad de actores: desde grandes grupos financieros pasando por PYMES de diferente naturaleza jurídica (incluyendo empresas de la economía social y solidaria), organismos públicos de ámbito local o regional, hasta el conjunto de la ciudadanía. Sin embargo, el hecho de que la energía sea un elemento tan absolutamente estratégico para un país hace que esté altamente intervenida por los Estados y por organismos supraestatales como la Unión Europea, fundamentalmente para garantizar la seguridad de suministro en un marco de competitividad económica internacional y de crisis energética y climática global. La intervención pasa principalmente por un elevadísimo grado de regulación y por la participación en titularidades en el sector energético global, ya sea a través de la adquisición de activos o a través de empresas de propiedad estatal, especialmente en el sector eléctrico. Según el informe State-Owned Enterprises and the Low-Carbon Transition publicado por la OCDE (2018), 31 de las 51 eléctricas más grandes del mundo tienen una participación pública mayoritaria, siendo la mayoría chinas y rusas. En cuanto al entorno europeo, el llamado «consenso neoliberal» del último cuarto de siglo XX hizo retroceder el peso estatal en el empresariado eléctrico y por eso hoy solo destacan la sueca Vattenfall, totalmente pública, la francesa EDF (85% propiedad del Estado francés) y, en segundo término, la francesa ENGIE y la italiana ENEL, con una participación minoritaria de sus Estados (del 33% y el 24%, respectivamente). Por otro lado, también es cierto que por la propia naturaleza de la energía se hace indispensable la intervención pública. Si nos centramos en la electricidad, hay que subrayar que, a diferencia de los hidrocarburos, una vez generada circula por las redes sin -o con escasísima- posibilidad de ser almacenada. Este detalle clave condiciona su gestión porque requiere una coordinación precisa para equiparar en cada momento oferta y demanda. Para hacerlo hace falta además tener en cuenta los condicionantes que imponen las diferentes tecnologías o procesos de generación: desde su capacidad para regular la producción (por ejemplo, una central nuclear no puede pararse de golpe o la producción de un aerogenerador varía en función del viento que sople) hasta su ubicación geográfica (la distancia entre el punto de generación y el punto de uso). Tampoco hay que olvidar la gestión de la conectividad internacional de la red con países vecinos. En resumen, estas cuestiones no pueden obviarse a la hora de discutir modelos posibles -y deseables- de propiedad de la energía. El energético, es un recurso difícilmente equiparable a cualquier otro y la no intervención pública es inexcusable para adaptarse a sus peculiaridades. La propiedad de la energía en el Estado español Antes de continuar, hay que remarcar que, según cómo se mire, poner en relación propiedad y energía no significa únicamente abordar la cuestión de la posesión de títulos jurídicamente sellados en el sector energético. Desde una perspectiva republicana, hablar de propiedad es hablar del acceso al conjunto de recursos materiales e inmateriales considerados relevantes -de naturaleza y cantidad contingentes a cada contexto espacio-temporal- para garantizar a las personas un sostén digno. La función social de la propiedad tiene que ver con permitir a las personas vivir una vida con una independencia socioeconómica. Se asume también que las únicas interdependencias con los otros sean las que estén ausentes de interferencias arbitrarias. Así, la propiedad también viene definida por el derecho de controlar estos recursos básicos. Nadie duda de que la energía -y más la electricidad en la actual transición- está dentro de esta categoría de recursos básicos y se necesitan los poderes públicos para garantizar el derecho a acceder a ellos. Ahora bien, la ciudadanía tiene que disponer de los mecanismos para controlar estos poderes públicos. Por una parte, para que no permitan que determinados actores privados interfieran arbitrariamente sobre otros, dando lugar a relaciones de dependencia; y por la otra, para que no alimenten prácticas amiguistas o clientelares que desemboquen en lógicas oligárquicas y despóticas. Haciendo un repaso al caso español, podemos concluir que el modelo de propiedad de la energía está lejos de cumplir su función social: por un lado, la regulación no confiere a la electricidad la definición de bien esencial bajo una visión de accesibilidad universal, y por el otro, la estructura de derechos de propiedad sobre las infraestructuras energéticas está controlada por un reducido y poderoso bloque de empresas privadas. Como la accesibilidad a la electricidad no está garantizada de forma ex-ante, lo que sí encontramos en España son medidas correctoras ex-post cuyo nivel de efectividad para universalizar el acceso razonable es discutible: el bono social, la Ley 24/2015 contra cortes de suministro, las ayudas de emergencia, los servicios de asesoramiento sobre derechos, la generación y optimización de consumos, los incentivos fiscales o subvenciones a las renovables, o la comercialización municipal. Estas medidas no atacan un problema que es estructural y está relacionado con el ordenamiento jurídico. Más allá de la intervención pública ex-post, es justo recordar que hay iniciativas privadas cuya acción no está orientada a lucro y que ofrecen un servicio de comercialización con ciertos tintes de servicio público puesto que anteponen la cobertura de necesidades energéticas de sus asociados o clientes a la obtención de