Ekona

El proyecto de los Estados Unidos de Europa en la crisis de la Eurozona

04 May 2018

La construcción Europa: modelo intergubernamental vs supranacional

El principal sentido político del Tratado de Maastricht (1991-92), que prolonga y supera el Acta Única (1985) es que las burguesías imperialistas alemana, francesa e inglesa se pusieron de acuerdo en hacer una transferencia (limitada) de la soberanía nacional para poner en marcha estructuras embrionarias para crear un estado europeo supranacional.

La introducción de la moneda única puso la cuestión del poder estatal en el centro de la UE: la moneda es un atributo clave de cualquier aparato estatal, por lo que el euro conllevó una renuncia de soberanía nacional y su transferencia a instituciones supranacionales estatales (principalmente el Banco Central Europeo). A partir de ese momento la moneda única inevitablemente tendría una influencia decisiva en las políticas de los gobierno nacionales-estatales, por lo que su introducción supuso el salto cualitativo hacia un estado supranacional verdaderamente central. Un verdadero paso adelante y una victoria política del capitalismo europeo, que sin embargo, dados los antagonismos entre las burguesías estatales-nacionales, acentuados en el contexto de la actual crisis, no ha conseguido consolidar totalmente el proyecto a través de una unión fiscal y política que garantice la culminación del estado supranacional europeo.

Estos antagonismos amenazan el proceso de integración y la supervivencia misma de la Unión Monetaria, y quizás de la Unión Europea. Las élites europeas y anglosajonas (incluyendo a las de EEUU), se encuentran divididas en cuanto al modelo de integración: parte de estas élites europeas (p.e. burguesía alemana) pretenden mantener el modelo intergubernamental, mientras que otras impulsan el modelo comunitario-supranacional, (p.e. burguesías de Francia, Italia, de EEUU), referido generalmente como modelo federal por parte de sus promotores, dadas las connotaciones positivas de la palabra en los entornos progresistas. El modelo ‘federal’ supone que los estados deben abandonar las palancas de control directo de las instituciones supranacionales europeas.

La ideología supranacionalista de la UE, se ha atribuido a Jean Monnet, uno de los padres fundadores de la UE, quien predicaba que los estados-nación deben ser subsumidos en una administración post-nacional tecnocrática para que haya paz en Europa. La idea defendida por Monnet era, según sus propias palabras «una unión entre los pueblos, no de una cooperación entre los estados». Esto reflejaba su intención de ayudar a la creación de una Unión Europea que se moviera en la dirección de los Estados Unidos de América, un proto-estado federal con gran poder a nivel federal y un poder cada vez más pequeño a nivel estatal y regional. Por esta razón fue acusado de ser un ‘agente americano’, que pretendía eliminar la soberanía nacional en Europa para crear una Europa federal que debilitara los poderes de las naciones europeas.

El modelo supranacional de la Unión Europea puede identificarse también con la figura del excanciller alemán, Helmut Kohl, quien presidió Alemania durante la unificación del país y la concepción del proyecto de la moneda única europea en Maastricht. Debe tenerse en cuenta que uno de las principales motivaciones para firmar Maastricht de este excanciller fue recabar los apoyos de las otras potencias europeas para unificar Alemania. Kohl, a lo largo de su extensa carrera muy a menudo habló de la necesidad de abandonar «el pensamiento del estado-nación». Un ejemplo de ello es su discurso ante el Bundestag después de la cumbre de Maastricht en 1991, en el que Kohl dijo que «no es posible dar marcha atrás a la entrada en la Unión Europea. Los estados miembros de la Comunidad Europea están unidos de tal manera que hace que cualquier brote o recaída en el pensamiento anterior del estado-nación sea imposible».

El expresidente del Consejo Europeo Herman Van Rompuy expresó en 2012 esta misma hoja de ruta en su ponencia «Hacia una Unión Económica y Monetaria genuina», llamada coloquialmente informe de los cuatro presidentes, ya que lo realizó en estrecha colaboración de los entonces Presidentes de la Comisión, del Eurogrupo y del Banco Central Europeo Barroso, Juncker y Draghi respectivamente. Sus puntos principales fueron que la integración federal tiene que ser lograda a través de un marco financiero integrado (es decir, una unión bancaria); con un marco de política económica integrada (es decir, una unión fiscal); con el fortalecimiento de la legitimidad democrática y la rendición de cuentas; y con un marco presupuestario integrado (que abarca la emisión de deuda común, es decir, los eurobonos). El rechazo del gobierno alemán a implementar los eurobonos en 2012 enterró el informe de Van Rompuy temporalmente y erosionó su figura política. A pesar de ello, esta corriente ideológica no ha abandonado su objetivo y en junio de 2015 fue publicado el informe “Realizar la Unión Económica y Monetaria europea” llamado ‘informe de los cinco presidentes’, el cual supone una reedición actualizada del informe de Van Rompuy. Es por lo menos paradójico que este mismo proyecto supranacionalista, como decíamos apodada federalista, también sea defendido por parte del centro-izquierda político de la UE, desde el partido socialista hasta parte de los grupos que se incluyen en el grupo de izquierda europeo (GUE).

Por el contrario, la ideología intergubernamental de la UE puede ser representada con las figuras de los políticos conservadores Charles de Gaulle y Konrad Adenauer, que defendían que la UE debía ser construida sobre las alianzas clásicas entre los estados, especialmente entre Francia y Alemania, al estilo de lo que Winston Churchill célebremente pidió en su discurso de Zúrich en 1946. Esta posición reflejaba la nula motivación de las élites políticas y económicas nacionales del momento a renunciar a su poder en favor de fuerzas extranjeras.

Situándonos en la actualidad, a pesar de los discursos en pro de una integración supranacional de los dirigentes alemanes, a lo largo de esta crisis hemos visto como las decisiones políticas de la canciller alemana Angela Merkel y de su poderoso ministro de finanzas Wolfgang Schäuble han ido encaminándose cada vez más a favorecer casi exclusivamente los intereses de la burguesía estatal-nacional alemana.

Merkel, por ejemplo, declaraba en el Bundestag el 2 de diciembre de 2011 que los líderes europeos habían «iniciado una nueva fase en la integración europea». En este mismo discurso afirmaba que se estaban tomando pasos rápidos sin mucha discusión política para promover la integración fiscal europea, mediante la creación de mecanismos supranacionales que podrían ayudar a gestionar la crisis de la eurozona: «No estamos meramente hablando de una unión fiscal, […] Más bien, hemos comenzado a crearla. Necesitamos la disciplina presupuestaria y un mecanismo eficaz de gestión de crisis. Así que tenemos que cambiar los tratados o crear nuevos tratados.» Schäuble, exmiembro del gabinete de Helmut Kohl y uno de los políticos con más poder en la UE, que tomó el relevo de Kohl como impulsor de la integración europea, por su lado declaraba por ejemplo a mediados de 2012 que «no hay alternativa a la integración europea, […] perdemos juntos y ganamos juntos. […] Tenemos que crear nuevas estructuras de gobierno supranacionales. Debe ser el siguiente paso lógico hacia la unidad europea. «Es vital» recuperar la confianza en la Unión Monetaria Europea a través de reformas institucionales.» El ministro subrayó […] que esto requería la «transferencia de competencias nacionales» a nivel europeo y cambios en los tratados europeos.

A pesar de esta retórica supranacionalista, la realidad ha reflejado, como se decía anteriormente, una posición en defensa de los intereses de la burguesía alemana sustentada por un tramposo relato que ha aumentado la tensión entre las poblaciones del centro y la periferia en la Eurozona. Alemania y otros estados como Finlandia, han explotado un sentimiento de agravio de sus poblaciones respecto las poblaciones del sur, que según los argumentos esgrimidos, han tenido un nivel de vida más allá de sus posibilidades, subvencionado por los países del norte a través de las instituciones de la UE. Con estos argumentos Alemania se ha resistido a conceder parte de su soberanía nacional para establecer mecanismos redistributivos permanentes dentro de la UE, bloqueando o limitando las propuestas que apuntaban a una integración de los sistemas fiscales en base a la mutualización de las deudas, como por ejemplo, estableciendo un límite de 500 mil millones de euros a la capacidad crediticia del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF) o imponiendo durísimas condiciones a los estados rescatados como Grecia.

La limitación del FEEF es un caso que merece ser mencionado. En el contexto de la actual crisis, la creación de la FEEF (y su sucesor el Mecanismo Europeo de Estabilidad) de la que se hablará más extensamente posteriormente, debe ser entendida no solo como una respuesta a la crisis de la deuda soberana, sino como un paso hacia la integración supranacional-federal, a través de transferencias de importantes competencias fiscales estatales-nacionales a entidades supranacionales de dudosa legitimidad democrática. El gobierno alemán, presionado por la corte constitucional y el parlamento de su país, limitó el tamaño del FEEF-MEDE en el momento de su creación, y se opuso firmemente a aumentar el importe de las garantías que Alemania proporcionaría, frenando así por completo los planes del presidente del Consejo Europeo Van Rompuy en 2012 de acelerar la integración supranacional a través de atajos que evitaran cambios en los tratados. Con la oposición a la extensión de las garantías al FEEF-MEDE, Alemania bloqueaba la propuesta de creación de los “eurobonos” de la Comisión Europea, que supuestamente debía servir para desbloquear la crisis de la Eurozona, creando mecanismos de redistribución fiscal entre los estados de la Eurozona que permitieran avanzar hacia una UE federal.

Merkel también se ha opuesto a otros pasos hacia la integración supranacional-federal, como la transferencia de competencias a la Comisión Europea para examinar y posiblemente rechazar proyectos de presupuestos antes de que se voten en los parlamentos nacionales, o la transferencia de poderes regulatorios bancarios sobre las cajas de ahorro alemanas al Mecanismo Único de Supervisión (MUS) en el contexto de la Unión Bancaria. Schäuble, el ministro de finanzas alemán, por su lado, también ha hecho propuestas para crear instituciones como un superministerio de finanzas europeo, que tendría el poder de decidir y dictar sobre los presupuestos y el endeudamiento de los distintos estados miembros de la UME, y que funcionaría manteniendo la separación de los pasivos estatales. Esta propuesta, refleja un modelo intergubernamental de integración, ya que parte de la idea de que los estados más poderosos y ricos de la UME, principalmente el alemán, deberían estar al cargo de este ministerio.

Crisis en la Eurozona: el contexto ideal para la integración

Desde 2010, la Eurozona ha sufrido tensiones importantes. Antes de la crisis de la región se encontraba en una etapa avanzada de la integración de su comercio y sus finanzas, facilitada por la introducción del euro en 2002. Sin embargo, antes de la crisis, los Estados miembros todavía conservaban considerable poder político a nivel nacional-estatal, lo que les permitió divergir en políticas económicas importantes respecto a sus vecinos. Una contención salarial pronunciada en Alemania a partir del año 2000 disminuyó su consumo interno, cosa que llevó al BCE a implementar una política de tipos de interés muy bajos, fuera de sincronía con las economías de la periferia en la Eurozona. La disponibilidad de crédito barato en la periferia provocó un aumento en la dinámica importadora, como también en la actividad económica en sectores poco productivos y no-transables como el inmobiliario, en la periferia, generando grandes burbujas. Mientras tanto, Alemania veía como el ‘efecto renta’ provocado por la bonanza del ciclo económico global hacía aumentar sus exportaciones de alto valor añadido, que se volvían más y más atractivas por el incremento de su competitividad, basado en un fuerte aumento de la productividad industrial. Estas estructuras diversas en el campo laboral, fiscal e industrial se conjugaron con la homogeneidad de políticas monetarias, creando grandes desequilibrios en las balanzas de pagos entre los miembros de la Eurozona, con el norte, sobre todo Alemania, convirtiéndose en un gran exportador y financiador de la llamada ‘periferia’ de Europa.

Cuando estalló la crisis financiera en los Estados Unidos, golpeando fuertemente a los bancos americanos y extendiéndose a los bancos europeos, los gobiernos occidentales decidieron de forma generalizada rescatar a los sistemas bancarios a cargo de los contribuyentes. La que empezó siendo una crisis de la banca privada, contagió a la economía real y finalmente pasó a ser una crisis fiscal de los estados periféricos de la Eurozona, que gastaron enormes sumas en estos rescates y además, golpeados por el parón en la actividad, acumularon enormes déficits por la bajada de la recaudación fiscal. Esto disparó rápidamente los niveles de deuda pública de los países periféricos de la Eurozona. Resolver los desequilibrios fiscales y de endeudamiento general de la Eurozona requería darle la vuelta a las balanzas de pagos de Alemania y de sus importadores dentro de la UME y/o establecer mecanismos de redistribución fiscal que reciclaran los superávits de los países excedentarios hacia aquellos deficitarios.

La versión oficial que ha sustentado las políticas económicas impuestas en la Eurozona, se basaba en que los desequilibrios se compensarían automáticamente si se estrechara la brecha de competitividad entre estos. Según este relato oficial, no corroborado por los análisis recientes, la competitividad dependería casi exclusivamente de los costes laborales, por lo que la corrección de los desequilibrios pasaría por subir los salarios en Alemania, o bajarlos en los países de la periferia. Una tercera alternativa coherente con esta lógica, más disruptiva al menos en el corto plazo, pasaría por abandonar la paridad cambiaria que supone la Unión Monetaria Europea, para realizar el ajuste en la competitividad vía fluctuación del valor de las nuevas divisas.

De estas tres posibles estrategias, la impuesta finalmente por las élites económicas de la UE, principalmente las alemanas, fue la de forzar bajo coerción la deflación interna en los países de la periferia, a través de bajadas salariales y recortes en el sector público, políticas conocidas bajo el concepto genérico de ‘austeridad’. Estas políticas han amplificado el efecto de la ya monumental crisis bancaria, generando una crisis económica y social en Europa parecida a la de la Gran Depresión, con niveles de paro muy elevados, caídas de los estándares de vida de la población y de los niveles de actividad económica, que duran ya 8 años y que dados los actuales signos, amenazan con volverse crónicas e incluso empeorar. A pesar de ello los niveles de endeudamiento de las economías no se han reducido de forma significativa, y en algunos casos como en Grecia han continuado en aumento, lo que deja claro que el problema del endeudamiento no puede resolverse con las actuales políticas de austeridad.

Las políticas públicas de austeridad, sumadas a la crisis financiera y económica, no tardaron en llevar al borde de la quiebra a estados como el griego, el irlandés, el portugués, el español y el chipriota. Estos vieron como la financiación a través de los mercados de deuda pública se encarecía, a la vez que eran presionados por parte de los poderes políticos occidentales para que aceptaran rescates, que irían acompañados de severos planes de ajuste.

Nueva arquitectura institucional: preparando la unión fiscal y política

Schäuble citando a Tommaso Padoa Schioppa:

En el proceso de integración europea el euro no sólo fue un hito, sino su catalizador.

Jean Monnet:

La gente sólo acepta el cambio ante la necesidad y ven la necesidad sólo en la crisis

Para realizar los rescates financieros a los estados en crisis se establecieron mecanismos en forma de nuevas instituciones financieras. Posiblemente la institución más importante de entre estas sea el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF), mencionado anteriormente, que fue creado en 2010 para realizar esta función, sorteando los tratados europeos que prohibían las ayudas financieras entre estados miembros de la UE.

Aunque el FEEF fue creado para gestionar casi 800 mil millones de euros de dinero público, su creación sufrió de graves déficits democráticos, siendo creado en negociaciones entre los altos funcionarios europeos sin ningún proceso de consulta a la población europea y transgrediendo normas de los tratados. Con el fin de eludir los procesos democráticos necesarios para crear esta institución con conformidad con las leyes y tratados de la UE, el FEEF se estableció como una empresa privada en Luxemburgo, actuando en virtud del derecho británico e incluyendo cláusulas de secretismo e inviolabilidad en sus estatutos. Estos graves problemas legales y democráticas fueron señalados por el hecho de que en paralelo a la creación de la FEEF en junio de 2010, los tratados europeos se modificaron para crear una base legal para establecer un mecanismo de rescate permanente, el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), creado en marzo de 2011 y que no rompería con el derecho de la UE. Esta nueva entidad, acordada solo seis meses después de que naciera el FEEF, es su sucesor actual, solo con pequeños cambios, pero la misma misión.

Estos mecanismos fueron proyectados por parte de la elite burocrática europea no solo como instituciones de ‘rescate’ en una conjetura de crisis, sino para, aprovechando la ocasión, facilitar el avance en la integración supranacional-federal de la UE. La idea sería dejar abierta la puerta a que estas instituciones pudieran, en caso de llegar a los acuerdos necesarios, realizar la función de fondo del tesoro europeo, a través del cual la fiscalidad podría ser mutualizada en la Eurozona. El FEEF-MEDE podría emitir “eurobonos” con la garantía de los sistemas fiscales de los miembros de la Eurozona, lo que permitiría a las instituciones redistribuir estos fondos en casos de crisis. Un mayor grado de riesgo compartido obligaría a realizar nuevos pasos hacia la integración política.

Como las mismas instituciones de la UE confirman, la creación de la FEEF y su sucesor MEDE no debe considerarse como una respuesta independiente a la crisis de la deuda soberana, sino más bien como parte de un nuevo edificio institucional basado en una serie de medidas adoptadas a nivel nacional y de la UE hacia la integración fiscal y política. Estas medidas son iniciativas de la UE, como el fortalecimiento de Pacto de Estabilidad y Crecimiento (Six-pack), el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza en la UME (Pacto Fiscal), el Semestre Europeo, el Pacto Euro Plus, el «Two-pack» y los nuevos sistemas europeos de supervisión y resolución financiera (Unión Bancaria). Esta nueva institucionalidad europea, impuesta a base de coerción y amenaza bajo el pretexto de la urgencia y la necesidad de la crisis, no ha sido puesta a debate. De hecho es posible argumentar que, más que intentar solventar los problemas de gobernanza en el marco de la UE, su principal objetivo haya sido el de, aprovechado el estrés político y social generado por la crisis, avanzar en la profundización del modelo neoliberal de la UE, basado en la privatización, el deterioro de los derechos laborales, los recortes en el gasto social y el establecimiento de todo tipo de políticas que favorezcan a las grandes empresas transnacionales.

Los Estados ¿Unidos? de Europa

En la tensión entre el modelo de integración supra-nacional, más cercano a los objetivos geopolíticos de las burguesías francesa, italiana y anglosajona y, el intergubernamental, que conservara las estructuras de poder político nacionales-estatales, más cercano a los intereses alemanes, hay que entender el actual estancamiento de la crisis en la Eurozona y, en especial, la dificultad en llegar a un acuerdo en el transcurso de la crisis griega.

Desde que Syriza llegó al gobierno de Grecia en enero del 2015, Yanis Varoufakis, ministro de finanzas heleno intentó convencer a su homólogo alemán de que su ‘Propuesta modesta’, hacía compatible la salida de la crisis con evitar el establecimiento de un sistema permanente de transferencias fiscales interestatal que avanzara en la unión fiscal y política. Permitía así no cargar el peso de la recuperación en la periferia a hombros de los contribuyentes del centro europeo. Aunque Varoufakis, Galbraith y Holland argumentaron que no suponía un mecanismo permanente, su propuesta suponía avanzar hacia la implementación de los eurobonos, que serían emitidos por el BCE a cambio de deuda estatal, por lo que el sistema de endeudamiento estaría controlado por las instituciones europeas, principalmente por el BCE, que adquiriría un carácter de prestamista de última instancia al estilo de la Reserva Federal. No es de extrañar pues, que Varoufakis recibiera con esta propuesta que aumentaba el poder del BCE, el apoyo y la colaboración de economistas como Larry Summers, ex secretario del tesoro y actual asesor personal del presidente de los EEUU, y de Jeffrey Sachs, asesor de numerosos gobiernos que abandonaban el modelo de economía planificada para adaptarse al modelo neoliberal, los dos cercanos al poder financiero internacional.

Las ideas de Varoufakis eran totalmente contrarias a la doctrina antiinflacionaria alemana, que sirve para mantener a raya la intervención del BCE en la política económica. En realidad un banco central que compre deuda al estilo de la FED ejercería indirectamente de sistema permanente de transferencias fiscales, cosa que continuaba siendo incompatible con los objetivos de la burguesía alemana, centrados en mantener el control financiero de la Eurozona para continuar explotando el modelo mercantilista que les permita continuar dominando con mano de hierro la política europea y compitiendo en el mundo como una de las superpotencias globales.

La posición del gobierno alemán en las negociaciones le ha llevado a enfrentar fuertes tensiones, no solo con el gobierno griego, sino también con la burocracia europea, representada con la Comisión Europea y el Banco Central Europeo, también con el FMI, que durante la negociación ha representado en gran mesura los intereses políticos de los EEUU, y con otros estados poderosos del euro como Francia e Italia, interesados en restar poder a Alemania, y sus instituciones como el Bundesbank, que en ocasiones insinuaron sin mucho ímpetu que lo que proponía el gobierno griego no era del todo inadecuado. Sin embargo, el desenlace de la crisis ha demostrado que los representantes políticos de Alemania no parece dispuesta a aceptar ninguna solución que pase por perder poder económico ni soberanía nacional. De hecho, llegó a demostrar que prefería la expulsión de los miembros ‘débiles’ de la Eurozona, como Grecia, corriendo el riesgo de desintegración de la UME, a hacer concesiones de este tipo.

Resumiendo, se podría enmarcar la actual situación en un intento de la burguesía alemana, sobre todo la industrial, de mantener y ampliar su hegemonía y su dominio en Europa, en contra de otras que promueven un modelo de integración que le reste poder a esta burguesía alemana, representados por las burguesías francesa, italiana y anglosajona, en especial de sus élites financieras. Es por eso que las propuestas del gobierno alemán, como la última propuesta de Schäuble, van encaminadas a que los riesgos de los pasivos soberanos permanezcan circunscritos a los estados y que las nuevas instituciones de control y gobernanza fiscal sean gestionadas por los poderes estatales, principalmente por los poderes ejecutivos de Alemania y Francia.

Cualquiera de los dos modelos, tanto el de integración supranacional propuesto por el ‘informe de los cinco presidentes’, como el propuesto por Schäuble, carecen de carácter progresista. Ninguno de los dos tiene como objetivo desviarse del modelo neoliberal de la actual institucionalidad hegemónica para abordar la democratización de Europa o el fortalecimiento de los derechos económicos, sociales, culturales y en definitiva humanos de los pueblos europeos. Es por eso que la izquierda europea, cuya mayoría ha adoptado como suyo el proyecto de ‘más Europa’ a partir de la integración fiscal y mutualización de deudas propuesto por la burocracia europea, debe ser crítica con esta propuesta para salir de la crisis, tanto como lo es con la propuesta alemana, calibrando sus altos riesgos y posibles oportunidades para realizar hipótesis realistas de si ofrece perspectivas de futuro aceptables desde un punto de vista progresista y humanista.

No es de extrañar que ante esta falta de perspectivas progresistas dentro de la actual arquitectura institucional de la UME y la UE, aparezcan movimientos solicitando un Plan B que diseñe una alternativa político-económica a la UE del neoliberalismo.

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Conocimiento del territorio frente a la crisis climática

La actualidad nos coloca ante aparentes paradojas como el hecho de que vivimos en un mundo de conexiones globales con cantidades ingentes de información disponible sobre cualquier tema casi en tiempo real, pero a menudo desconocemos los detalles del lugar que pisamos y del que dependemos para las actividades más básicas. Quizás sabemos más de las capitales del mundo occidental que de la historia geológica de nuestro valle, río o montaña, y estamos más familiarizados con las tendencias internacionales que con los patrones de lluvia, los vientos dominantes o los procesos de regresión o avance de nuestra línea de costa tras los temporales. Sin embargo, en un contexto de cambio climático, este desconocimiento de nuestro territorio se ha convertido en un lujo muy arriesgado. Más allá del mapa: un conocimiento vivo y multidimensional Ahora bien, conocer un territorio no es solo poder señalar sus fronteras en un mapa. Significa comprender su ecología, su historia, su cultura y sus relaciones humanas. Es entender, por ejemplo, por qué un ecosistema es resiliente al fuego y otro no, o cómo la gestión del territorio del pasado condiciona los riesgos del presente. Se trata de apreciar su antropología, su memoria colectiva y sus relatos, han sabido leer las señales del clima a lo largo de las generaciones. Conocer el territorio también implica reconocer los distintos “saberes situados” que lo explican: el conocimiento científico, el técnico, el campesino, el tradicional o el emocional. El conocimiento situado, el que nace de la experiencia directa con el entorno, complementa la ciencia académica y enriquece la toma de decisiones locales. Todos ellos aportan piezas esenciales de una misma realidad, donde la observación cotidiana y la experiencia directa son tan valiosas como los datos satelitales o los informes técnicos. El objetivo de un mejor y más comprehensivo conocimiento del territorio es dotar a las personas de una «lente territorial» con la que interpretar su realidad, comprendiendo, por ejemplo, que un barrio construido sobre un cauce natural seco no es solo un dato urbanístico, sino un futuro riesgo de inundación. Esta “lente” permite conectar conocimiento y responsabilidad, y entender que cada decisión local forma parte de un sistema interconectado. Herramientas para una revolución educativa local La necesidad de una “lente territorial” para interpretar la realidad interpela al conjunto de la sociedad. Por ello, el conocimiento sobre el entorno local debe basarse en un ecosistema educativo adaptado a las realidades sociales y generacionales. En este contexto, el desarrollo de una “competencia climática–territorial” se vuelve clave. Esta competencia puede definirse como la capacidad para comprender el territorio que se habita, identificar riesgos y vulnerabilidades asociados al clima, y actuar de manera individual y colectiva para prevenir, mitigar y adaptarse, participando en la gestión y gobernanza local. El marco europeo GreenComp sobre competencias en sostenibilidad proporciona una referencia útil para orientar esta competencia. Entre sus 12 competencias destacan el pensamiento sistémico, la contextualización de los problemas y la acción colectiva, todas ellas estrechamente vinculadas al conocimiento territorial. La integración de estos elementos en el currículo educativo asegura que cualquier persona que pase por nuestro sistema educativo adquiriera una base sólida de lectura del paisaje, análisis del riesgo y compromiso con su entorno. Una pedagogía de este tipo debería comprender elementos tales como: El conocimiento como antídoto contra la vulnerabilidad Aunque sea incómodo hacerlo, es necesario reconocer que la vulnerabilidad es desigual. La vulnerabilidad a los efectos del cambio climático o a otros fenómenos no es la misma para todas las personas ni en todas las etapas de la vida. Ésta depende de factores sociales, económicos y de género. Por ejemplo, una persona mayor que vive sola en una planta baja, sin red familiar y con movilidad reducida, es intrínsecamente más vulnerable a una inundación que un joven en un piso alto. El conocimiento del territorio es un «igualador crítico» ya que empodera a las personas más vulnerables, dándoles los recursos cognitivos y prácticos para entender su riesgo y saber cómo actuar. La justicia climática empieza reconociendo que no todas las comunidades enfrentan las mismas amenazas ni disponen de los mismos recursos para afrontarlas. Conocer el territorio, entonces, no es solo una cuestión educativa, sino también ética y política. Hacia una ciudadanía arraigada y resiliente Un plan integrado de conocimiento del territorio es una estrategia fundamental de adaptación al cambio climático y de construcción de resiliencia social. Es la diferencia entre ser espectadores pasivos de los desastres y ser agentes activos de nuestra propia seguridad. Se trata de una iniciativa profundamente democrática que devuelve el poder del saber a la sociedad. Lo es porque fomenta una ciudadanía «arraigada», con raíces profundas en la comprensión de su entorno, capaz de disfrutar de él y de leer las señales de alarma, de participar en las soluciones y de cuidar el lugar que considera su hogar. Sentir el territorio como propio es el primer paso para cuidarlo colectivamente, para reconocer en él una extensión de nuestra propia historia y de nuestra vida compartida. En un mundo de emergencia climática, el conocimiento hiperlocal, el que se adquiere caminando, observando y escuchando, se convierte en la primera línea de defensa, en la base de nuestra seguridad. O. Mayoral y P. Cotarelo
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Adaptar el territorio a sus límites: una nueva mirada a la sostenibilidad regional

En el contexto del cambio climático, en el que el desarrollo humano empuja cada día más los límites biofísicos, pensar el territorio desde su capacidad de carga ya no es una cuestión académica, sino una necesidad urgente. Las ciudades y regiones deben aprender a funcionar como organismos sostenibles, capaces de mantener su vitalidad sin agotar los recursos naturales ni deteriorar el entorno del que dependen. El metabolismo social: entender la vida del territorio Así como un organismo necesita energía y nutrientes para sobrevivir, las sociedades humanas también tienen un metabolismo: extraen recursos, los transforman, producen bienes y generan residuos. Este flujo constante de materia, energía e información configura el llamado metabolismo social. Aplicar este enfoque al territorio permite medir su capacidad de carga, es decir, determinar hasta qué punto puede soportar una determinada presión humana sin deteriorarse. Al identificar unidades metabólicas regionales, se pueden analizar los intercambios entre la naturaleza y la sociedad y, a partir de ahí, orientar las políticas públicas hacia una adaptación realista. El objetivo es alinear el funcionamiento de la sociedad con los ritmos y límites del ecosistema. Cuando una región consume más de lo que su entorno puede regenerar, se debilita a largo plazo. Por el contrario, una planificación que respeta su metabolismo construye resiliencia y bienestar duradero. Más allá del urbanismo clásico El diseño urbano tradicional ha tendido a centrarse en la relación entre población y suelo construido, pero lo ha hecho de forma parcial. Las ciudades crecen empujadas por necesidades demográficas, económicas o políticas, y esa expansión a menudo genera impactos ambientales y sociales difíciles de revertir. La historia de los últimos siglos es la historia en la que el desarrollo urbano y la distribución de la población están profundamente entrelazados. No se trata solo de dónde viven las personas, sino de cómo se distribuyen las funciones del territorio, qué movilidad requieren, qué consumo energético implican y cómo transforman el paisaje. Los sistemas urbanos son combinaciones complejas de factores económicos, sociales, ecológicos y culturales. Comprender su sostenibilidad exige verlos como un todo, no como piezas separadas. En este sentido, el enfoque metabólico permite integrar esa complejidad: medir los flujos, entender sus interacciones y diseñar políticas coherentes con la realidad material de cada región. Urbanización y resiliencia El modo en que se urbaniza un territorio define su resiliencia frente a fenómenos tan disruptivos como el cambio climático. Mientras que una expansión dispersa incrementa el consumo energético y la fragmentación del hábitat, una densificación excesiva puede colapsar los servicios básicos. En ambos extremos, se rompe el equilibrio del metabolismo urbano. Por el contrario, analizar la relación entre población y suelo edificado permite detectar esas tensiones y rediseñar los patrones de ocupación, en relación, por ejemplo, con la reducción de la dependencia del transporte motorizado, con la promoción de la autosuficiencia energética o con la integración de los espacios verdes en la estructura urbana. El resultado de la incorporación de una visión resiliente al urbanismo permite pasar de ciudades que consumen el territorio a ciudades que conviven con él. Hacia un nuevo pacto territorial Adecuar la adaptación a la capacidad de carga significa, en el fondo, redefinir la relación entre la sociedad y su entorno. Implica reconocer que el bienestar humano no depende de dominarlo, sino de convivir con él dentro de límites sostenibles. Este enfoque da lugar a lo que podríamos llamar un pacto metabólico. Es decir, un acuerdo implícito entre la población y su territorio para mantener un equilibrio funcional. Cuando ese pacto se rompe —por sobreexplotación, contaminación o desigualdad territorial—, el sistema entra en crisis. Adoptar una metodología basada en el metabolismo social permite reconstruir ese pacto con bases científicas y políticas sólidas orientándolo hacia la sostenibilidad funcional, donde la prosperidad no se mida solo en crecimiento económico, sino en estabilidad ecológica, equidad social y calidad de vida. Una metodología con vocación práctica La forma concreta de incorporar el metabolismo social a la planificación territorial y climática podría basarse en cuatro pasos esenciales: 1. Delimitar unidades metabólicas regionales Espacios donde los flujos de energía, agua, materiales y población se comportan de manera coherente. Estas unidades permiten analizar cada territorio como un sistema vivo. 2. Evaluar la capacidad de carga Determinar el punto en que la presión humana —urbana, industrial, agrícola o turística— supera la capacidad del entorno para regenerarse. Este cálculo integra factores ecológicos, sociales y económicos. 3. Ajustar las políticas públicas Traducir los resultados del análisis en decisiones concretas: dónde expandir o densificar, cómo planificar la movilidad, qué usos del suelo priorizar o qué límites imponer al consumo de recursos. 4. Monitorear y adaptar Los territorios cambian, y las políticas deben cambiar con ellos. Por eso es necesario un sistema de seguimiento continuo, con indicadores que permitan ajustar las estrategias en tiempo real. P. Cotarelo y O. Mayoral
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Derechos más allá del humano

Durante siglos, el concepto “derechos” se ha reservado a las personas. Sin embargo, el siglo XXI está ampliando ese horizonte y la naturaleza empieza a ser reconocida como sujeto de derechos. Este cambio, que puede parecer simbólico, supone una verdadera revolución jurídica, ética y política. Significa pasar de proteger el medio ambiente “por utilidad” a reconocerle valor propio y capacidad de existencia. El punto de partida es un caso pionero: la Ley 19/2022, que otorgó personalidad jurídica al Mar Menor y su cuenca. A partir de esta experiencia, se abre un debate más amplio: ¿qué significa reconocer derechos a un ecosistema?, ¿qué cambia en la gestión ambiental cuando el territorio deja de ser un objeto y se convierte en un sujeto? El precedente del Mar Menor: cuando la naturaleza habla en primera persona La Ley 19/2022, aprobada por el Congreso de los Diputados en 2022, convirtió al Mar Menor en el primer ecosistema europeo reconocido como sujeto de derechos. Este paso histórico se inspiró en modelos internacionales –como los ríos Whanganui en Nueva Zelanda o Atrato en Colombia–, donde comunidades y juristas habían defendido que los ecosistemas debían contar con mecanismos legales propios de defensa. Según la ley española, el Mar Menor tiene reconocidos cuatro derechos fundamentales: 1. Derecho a existir y evolucionar naturalmente Implica respetar las leyes ecológicas que sustentan su equilibrio. No se trata solo de “conservar” la laguna, sino de permitirle regenerarse y evolucionar según sus dinámicas naturales, libres de presiones humanas desmedidas. 2. Derecho a la protección Supone detener o no autorizar actividades que representen un riesgo para su integridad, como vertidos, construcciones o sobreexplotaciones. 3. Derecho a la conservación Exige acciones activas para preservar especies, hábitats y espacios protegidos asociados a la laguna y su cuenca. 4. Derecho a la restauración Obliga a reparar los daños causados, devolviendo al ecosistema su funcionalidad y los servicios naturales que ofrece a la sociedad. Para hacer efectivos estos derechos, la ley creó un sistema de representación institucional: un Comité de Representantes, una Comisión de Seguimiento y un Comité Científico. En conjunto, actúan como la “voz” del Mar Menor ante las administraciones y los tribunales. Con esta estructura, la laguna deja de ser un mero espacio natural gestionado por políticas sectoriales y se convierte en una entidad política y jurídica con legitimidad propia. De la protección a la convivencia: hacia una nueva cultura jurídica El reconocimiento de derechos a entidades más que humanas marca un giro radical en la forma de entender la relación entre sociedad y naturaleza. Hasta ahora, la legislación ambiental se ha centrado en regular el uso de los recursos: cuánto se puede extraer, verter, ocupar o transformar. Pero en un contexto de crisis climática y colapso ecológico, ese modelo ha mostrado sus límites. Reconocer a un ecosistema como sujeto de derechos significa superar la visión instrumental —la naturaleza como “propiedad” o “recurso”— para situarla como parte de la comunidad de la vida, con dignidad y voz propia. Este cambio tiene consecuencias profundas: • Introduce nuevos criterios éticos en la toma de decisiones públicas. • Refuerza la responsabilidad ecológica de las instituciones y empresas. • Permite acciones legales en nombre del ecosistema, incluso cuando no haya afectación directa a personas. • Amplía la noción de justicia hacia un plano ecológico y colectivo. El concepto de “entidades más que humanas” abarca no solo ríos o lagunas, sino también bosques, montañas, suelos, humedales o especies clave que sostienen la vida en una región. Cada una podría, en determinadas condiciones, ser reconocida como sujeto de derecho ecológico, especialmente aquellas esenciales para la adaptación climática.Este cambio también se apoya en una comprensión más profunda de la propia naturaleza. Los ecosistemas no son simples agregados de elementos biológicos o geográficos, sino sistemas complejos con propiedades emergentes (como la autorregulación, la resiliencia o la capacidad de adaptación) que les permiten mantener su equilibrio y sostener la vida. Estas propiedades surgen de la interacción entre sus componentes, y no pueden entenderse a partir de la suma de las partes. Así, estos nuevos derechos no solo amplían el marco legal, sino que reflejan una evolución en la comprensión científica y ética del planeta: reconocer a la naturaleza como un conjunto de seres interdependientes, dotados de capacidad de respuesta y valor intrínseco. Adaptación climática con derechos La inclusión del reconocimiento formal de derechos de las entidades más que humanas en las políticas de adaptación al cambio climático podía garantizar una adaptación más justa, duradera y coherente con los límites biofísicos. Por ejemplo, otorgar derechos a ecosistemas estratégicos —como humedales, ríos o bosques— permitiría: • Establecer mecanismos de defensa legal automáticos frente a amenazas. • Asegurar la prioridad ecológica en los procesos de planificación. • Fomentar la cogestión entre instituciones y comunidades locales. • Impulsar una visión territorial integrada que trascienda la división administrativa. De esta manera, la adaptación al cambio climático dejaría de ser solo una política técnica y pasaría a ser una cuestión de justicia ecológica. Una corriente global en expansión El reconocimiento de derechos a la naturaleza no es una rareza aislada. En los últimos años, esta corriente se ha extendido por todo el mundo: • Ecuador fue el primer país en consagrar en su Constitución (2008) los “derechos de la naturaleza” (Pachamama). • Bolivia aprobó la Ley de la Madre Tierra (2010), reconociendo su valor intrínseco. • En Colombia, la Corte Constitucional declaró al río Atrato sujeto de derechos. • En Nueva Zelanda, el río Whanganui y el Monte Taranaki cuentan con personalidad jurídica y guardianes designados. • En India, los ríos Ganges y Yamuna recibieron estatus similar (aunque con controversias judiciales posteriores). Hacia una democracia más que humana En última instancia, explorar y reconocer nuevos derechos para las entidades más que humanas es una forma de democratizar la relación con los ecosistemas, que dejan de ser simples escenarios donde ocurre la vida humana, convirtiéndose en actores con agencia y vulnerabilidad propias. Reconocer la complejidad de los ecosistemas implica aceptar su capacidad de respuesta y su papel en los equilibrios del
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Hacia el reconocimiento del derecho a un medio ambiente sano

Vivimos tiempos de transformación profunda. Mientras los efectos del cambio climático se hacen cada vez más palpables en nuestro día a día – desde olas de calor más intensas hasta fenómenos meteorológicos extremos –, una transformación silenciosa está teniendo lugar en el ámbito del derecho que busca responder a la pregunta fundamental sobre si tenemos derecho a un medio ambiente sano. La respuesta afirmativa a esta cuestión ha puesto en marcha un movimiento jurídico y político internacional que está redefiniendo las obligaciones de los Estados y los derechos de la ciudadanía. La emergencia climática como cuestión de Derechos Humanos Tradicionalmente, se ha conceptualizado el cambio climático como un problema ambiental, energético o económico. Sin embargo, esta perspectiva se está quedando corta. La crisis climática es, ante todo, una crisis de derechos humanos, y la percepción social sobre ella se acerca progresivamente a esta interpretación. Porque un entorno y un clima estables constituyen la base sobre la que se sostienen todos los demás derechos. Sin ello, el derecho a la salud se ve comprometido por las enfermedades propagadas por el calor o la contaminación; el derecho a la vivienda, amenazado por los desalojos forzosos tras una inundación; el derecho a la vida, en riesgo por la violencia de los fenómenos meteorológicos extremos; el derecho a la alimentación, asediado por las sequías que arrasan los cultivos; y el derecho a la igualdad, en estado crítico porque son los más vulnerables – las personas empobrecidas, las personas mayores, los pueblos indígenas – quienes sufren de manera desproporcionada los efectos de un clima inestable. La comunidad científica lleva tiempo señalando que la degradación de los ecosistemas, la deforestación y la pérdida de biodiversidad tienen consecuencias directas sobre la salud humana, al alterar los equilibrios ecológicos que nos sostienen. No se trata solo de evitar los daños que recaen sobre nosotros, sino de comprender que formamos parte del mismo sistema vivo. Esta comprensión desafía el paradigma antropocéntrico tradicional, que ha situado históricamente a la humanidad por encima del resto de la naturaleza. Esta visión integral, respaldada por el enfoque de Una Sola Salud, impulsada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y por la comunidad científica, nos recuerda que la salud humana, la salud animal y la salud de los ecosistemas están íntimamente interrelacionadas, y refuerza la necesidad de políticas que reconozcan la continuidad entre la salud humana, la salud de los ecosistemas y el derecho a un entorno sano. La investigación y la ciencia han trabajado las últimas décadas para comprobar esta conexión entre el cambio climático y la vulneración de derechos a través de sus impactos. El siguiente paso para la protección de dichos derechos corresponde al ámbito jurídico, que deberá traducir este reto en derechos exigibles y obligaciones concretas. Es en este punto donde la Opinión Consultiva OC-32/25 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (IDH) marca un antes y un después. El dictamen de la Corte IDH: un nuevo paradigma legal En mayo de 2025, a petición de Chile y Colombia, la Corte IDH se pronunció sobre las obligaciones de los Estados en el marco de la Emergencia Climática. Su opinión no es una mera recomendación; es una hoja de ruta jurídica detallada y vinculante para los países que forman parte del sistema interamericano. La Corte desglosa las obligaciones de los Estados en cuatro pilares fundamentales: 1. Obligaciones generales en el marco de la emergencia climática La Corte deja claro que los Estados tienen el deber de prevenir los efectos catastróficos del cambio climático. Esto ya no es una opción política, sino una obligación legal. Los gobiernos deben tomar todas las medidas necesarias –legislativas, administrativas, judiciales– para garantizar que las actividades bajo su jurisdicción no causen un daño transfronterizo significativo. La inacción, o la acción insuficiente, puede constituir una violación de los derechos humanos. 2. Obligaciones derivadas de los derechos sustantivos La Corte vincula explícitamente la emergencia climática con derechos ya consagrados, como el derecho a la vida y a la integridad personal. Un medio ambiente sano es una condición esencial para su disfrute. En la práctica, esto podría significar que una persona o una comunidad podría demandar al Estado si, por ejemplo, la contaminación del aire de una central térmica cercana está afectando gravemente su salud, argumentando una violación de su derecho a la integridad personal por la inacción del Estado en regular adecuadamente esa fuente de emisiones. 3. Obligaciones de procedimiento: transparencia y participación Los Estados no solo deben actuar, sino que deben hacerlo de una manera determinada. Esto incluye: a. Acceso a la información: garantizar que la ciudadanía tenga acceso a información clara, oportuna y comprensible sobre los impactos climáticos y las políticas para enfrentarlos. b. Participación pública: permitir que las personas intervengan de manera significativa en la toma de decisiones ambientales, como la aprobación de un proyecto con elevada huella de carbono c. Acceso a la justicia: asegurar que existan mecanismos judiciales o administrativos accesibles para impugnar acciones u omisiones que afecten el medio ambiente. 4. El Principio de igualdad y no discriminación La Corte es contundente ante el hecho de que la crisis climática es una crisis de desigualdad. Las obligaciones estatales deben aplicarse con una perspectiva de equidad, priorizando la protección de los grupos en situación de vulnerabilidad que se ven afectados de manera desproporcionada. Las políticas climáticas deben ser diseñadas para protegerles específicamente, evitando que la carga del cambio climático recaiga sobre quienes menos han contribuido a causarlo. Hacia un nuevo contrato social La exploración para incluir estos derechos implica un cambio profundo en la relación entre la ciudadanía, el Estado y el entorno. El reconocimiento del derecho a un medio ambiente sano no solo protege a las generaciones presentes, sino que extiende la justicia hacia quienes aún no han nacido. Este nuevo paradigma jurídico reconoce que la salud del planeta es, en sí misma, un bien jurídico que sostiene el resto de los derechos fundamentales. Siguiendo el liderazgo de la Corte Interamericana, los Estados tienen la oportunidad de evolucionar, de pasar
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La productividad contra los cuidados, una historia mal contada

La baja productividad en España genera preocupación desde hace tiempo por sus efectos sobre la economía. Según los datos de Eurostat, en la última década (2013-2023) España se encuentra a la cola de los países de la UE en lo que se refiere a crecimiento del PIB por persona ocupada, lejos de la media de la UE y muy lejos de los países líderes (Irlanda y Rumanía). Fuente: Instituto de Estudios Económicos a partir de Eurostat Asimismo, la productividad (PIB por hora trabajada) en 2023 presenta unos resultados similares (aunque en este caso la posición respecto al resto de países de la UE no sea tan retrasada). Considerando con el varo 100 la media de la UE, España presenta un 96,3 en productividad (PIB por hora trabajada). Fuente: Instituto de Estudios Económicos a partir de Eurostat El primer paso para realizar un análisis de la productividad comparada es reflexionar sobre la utilidad de un indicador de esas características y estudiar si realmente es útil para comparar la eficiencia de las economías nacionales. Si la productividad se define como el indicador de eficiencia que relaciona la cantidad de recursos utilizados con la cantidad de producción obtenida, su utilidad debería restringirse a sistemas productivos comparables o similares. Por tanto, comparar países con matrices productivas muy diferentes, como ocurre incluso en el caso de los miembros de la UE, podría carecer de sentido o de utilidad real en el proceso de toma de decisiones de carácter político o estratégico. Y todo ello sin profundizar demasiado en la división internacional del trabajo, que influye también dentro de la UE, y que condiciona (y casi determina) las características de las matrices productivas de los diferentes países. Considerando lo anterior, que en la mayoría de las ocasiones en las que se debate sobre productividad se ponga el foco en el lado del trabajo es muy inadecuado. Ya sea la actitud de las personas frente a su trabajo, ya sea el sistema de protección de los derechos laborales, parece que la responsabilidad recae en las personas trabajadoras. Este tipo de análisis no tiene en cuenta dos grandes variables de carácter estructural, además de las debilidades metodológicas comentadas. En primer lugar, la configuración sectorial de la economía de un país determina los límites o los parámetros entre los cuales puede desarrollarse su productividad. La mayor dependencia de sectores que pueden desarrollar bajas productividades por sus características intrínsecas conduce a bajas productividades como país. Normalmente corresponde a ciertas actividades industriales y a los servicios financieros las productividades más elevadas, actividades que no predominan en la economía española. Este tipo de factor ayuda a comprender mejor algunas de las causas de las cifras de productividad españolas a lo largo de la historia reciente, y porqué sin un cambio significativo en la estructura sectorial de nuestra economía su productividad no tiene la posibilidad de variar cualitativamente. Por otro lado, llama la atención que entre los factores que se suelen seleccionar como influyentes en la productividad se incluye el capital humano (así como el capital físico, el capital tecnológico, el capital empresarial, y el marco regulatorio e institucional), pero sin embargo en él sólo se incorpora el grado de educación superior de las personas trabajadoras, y no otros elementos que se pueden considerar en dicha categoría. Cabe preguntarse entonces si las competencias de las personas en el trabajo sólo dependen de su titulación académica, cuando la experiencia nos sugiere toda una serie de otros factores igual o más importantes que la titulación. La motivación, el estrés, el estado de salud, la alimentación y el entorno afectivo serían algunos de los factores a considerar en el análisis de la productividad, si se pretende realizar un análisis riguroso. Fuente: Instituto de Estudios Económicos a partir de Eurostat En algunos estudios, no obstante, se considera la salud de las personas trabajadoras como un factor a tener en cuenta al analizar la productividad, y esto debería servir de guía para introducir los otros factores mencionados previamente. Las personas empleadas que están sanas se presentan a trabajar físicamente capaces de hacer su trabajo con concentración y resistencia. Si el personal se siente bien, podrán participar mejor y realizar las tareas. Invertir en la salud y el bienestar de las personas empleadas agrega costos a corto plazo, pero es más probable que la empresa (y la sociedad) obtenga los beneficios de estos gastos con una mayor productividad y una mejor calidad del trabajo. El deterioro de la salud, trabajar en condiciones de enfermedad (aguda y/o crónica), dedicar tiempo vital de más a preocuparse de la gestión de la propia salud (y de la de las personas cercanas) son cargas que empeoran el desempeño en el trabajo. Por lo tanto, el “encarecimiento” del acceso a la sanidad (por reducción de recursos públicos, listas de espera indefinidas, falta de profesionales, etc.) supone un empeoramiento de las condiciones en las que las personas llegan y desempeñan su trabajo. Esto sucede tanto en términos individuales como en términos agregados, y supone un problema estructural para la economía. Para una determinada estructura económica, como la de un país, la pérdida de productividad relativa respecto a su óptimo socava sus posibilidades de progreso socioeconómico. Cuantos más recursos dedica una sociedad a proporcionar personas trabajadoras en buenas condiciones a los procesos productivos, tanto en términos económicos (monetarios) como en términos de esfuerzo, menos eficiente es en la generación de bienes y servicios. Esta situación empeora en la medida en la que se pierden o desaprovechan recursos en el proceso de mantener la salud de las personas trabajadoras. En el caso de la educación y la formación ocurre algo similar. Cuanto mejor y menos costosa sea la educación y la formación de las personas de una sociedad, mejor puede llegar a ser su productividad. Y esto depende de dos ámbitos interconectados: el bienestar familiar y las condiciones del sistema educativo y formativo. Del bienestar de la familia, o del entorno más cercano, que realiza las labores de crianza y cuidados en las primeras etapas de
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Hacia la institucionalización de la colaboración público-comunitaria en el ámbito energético

De la energía dependen los complejos procesos económicos contemporáneos que permiten el sostenimiento material y simbólico de las personas. Es un recurso de primera necesidad y esto hace que esté fuertemente relacionado con el poder y el conflicto. El acceso a la energía y su control ha sido históricamente una cuestión política fundamental. El desarrollo de nuestras economías fósiles ha dado lugar a la preponderancia de esquemas de propiedad de la energía (públicos y privados) coherentes con la visión liberal de la propiedad (exclusiva y excluyente) y con la dinámica de desposesión propia del capitalismo. Pero la transición energética hacia las renovables contribuye a experimentar formas alternativas a las tradicionales: propiedad pública (estatal) y privada de la energía. Esto es gracias al hecho de que en este punto muerto toma relevancia la energía eléctrica renovable, que permite la implicación de una amplia diversidad de actores: desde grandes grupos financieros pasando por PYMES de diferente naturaleza jurídica (incluyendo empresas de la economía social y solidaria), organismos públicos de ámbito local o regional, hasta el conjunto de la ciudadanía. Sin embargo, el hecho de que la energía sea un elemento tan absolutamente estratégico para un país hace que esté altamente intervenida por los Estados y por organismos supraestatales como la Unión Europea, fundamentalmente para garantizar la seguridad de suministro en un marco de competitividad económica internacional y de crisis energética y climática global. La intervención pasa principalmente por un elevadísimo grado de regulación y por la participación en titularidades en el sector energético global, ya sea a través de la adquisición de activos o a través de empresas de propiedad estatal, especialmente en el sector eléctrico. Según el informe State-Owned Enterprises and the Low-Carbon Transition publicado por la OCDE (2018), 31 de las 51 eléctricas más grandes del mundo tienen una participación pública mayoritaria, siendo la mayoría chinas y rusas. En cuanto al entorno europeo, el llamado «consenso neoliberal» del último cuarto de siglo XX hizo retroceder el peso estatal en el empresariado eléctrico y por eso hoy solo destacan la sueca Vattenfall, totalmente pública, la francesa EDF (85% propiedad del Estado francés) y, en segundo término, la francesa ENGIE y la italiana ENEL, con una participación minoritaria de sus Estados (del 33% y el 24%, respectivamente). Por otro lado, también es cierto que por la propia naturaleza de la energía se hace indispensable la intervención pública. Si nos centramos en la electricidad, hay que subrayar que, a diferencia de los hidrocarburos, una vez generada circula por las redes sin -o con escasísima- posibilidad de ser almacenada. Este detalle clave condiciona su gestión porque requiere una coordinación precisa para equiparar en cada momento oferta y demanda. Para hacerlo hace falta además tener en cuenta los condicionantes que imponen las diferentes tecnologías o procesos de generación: desde su capacidad para regular la producción (por ejemplo, una central nuclear no puede pararse de golpe o la producción de un aerogenerador varía en función del viento que sople) hasta su ubicación geográfica (la distancia entre el punto de generación y el punto de uso). Tampoco hay que olvidar la gestión de la conectividad internacional de la red con países vecinos. En resumen, estas cuestiones no pueden obviarse a la hora de discutir modelos posibles -y deseables- de propiedad de la energía. El energético, es un recurso difícilmente equiparable a cualquier otro y la no intervención pública es inexcusable para adaptarse a sus peculiaridades. La propiedad de la energía en el Estado español Antes de continuar, hay que remarcar que, según cómo se mire, poner en relación propiedad y energía no significa únicamente abordar la cuestión de la posesión de títulos jurídicamente sellados en el sector energético. Desde una perspectiva republicana, hablar de propiedad es hablar del acceso al conjunto de recursos materiales e inmateriales considerados relevantes -de naturaleza y cantidad contingentes a cada contexto espacio-temporal- para garantizar a las personas un sostén digno. La función social de la propiedad tiene que ver con permitir a las personas vivir una vida con una independencia socioeconómica. Se asume también que las únicas interdependencias con los otros sean las que estén ausentes de interferencias arbitrarias. Así, la propiedad también viene definida por el derecho de controlar estos recursos básicos. Nadie duda de que la energía -y más la electricidad en la actual transición- está dentro de esta categoría de recursos básicos y se necesitan los poderes públicos para garantizar el derecho a acceder a ellos. Ahora bien, la ciudadanía tiene que disponer de los mecanismos para controlar estos poderes públicos. Por una parte, para que no permitan que determinados actores privados interfieran arbitrariamente sobre otros, dando lugar a relaciones de dependencia; y por la otra, para que no alimenten prácticas amiguistas o clientelares que desemboquen en lógicas oligárquicas y despóticas. Haciendo un repaso al caso español, podemos concluir que el modelo de propiedad de la energía está lejos de cumplir su función social: por un lado, la regulación no confiere a la electricidad la definición de bien esencial bajo una visión de accesibilidad universal, y por el otro, la estructura de derechos de propiedad sobre las infraestructuras energéticas está controlada por un reducido y poderoso bloque de empresas privadas. Como la accesibilidad a la electricidad no está garantizada de forma ex-ante, lo que sí encontramos en España son medidas correctoras ex-post cuyo nivel de efectividad para universalizar el acceso razonable es discutible: el bono social, la Ley 24/2015 contra cortes de suministro, las ayudas de emergencia, los servicios de asesoramiento sobre derechos, la generación y optimización de consumos, los incentivos fiscales o subvenciones a las renovables, o la comercialización municipal. Estas medidas no atacan un problema que es estructural y está relacionado con el ordenamiento jurídico. Más allá de la intervención pública ex-post, es justo recordar que hay iniciativas privadas cuya acción no está orientada a lucro y que ofrecen un servicio de comercialización con ciertos tintes de servicio público puesto que anteponen la cobertura de necesidades energéticas de sus asociados o clientes a la obtención de