Desarrollo de las comunidades energéticas en España

Generalmente, en el desarrollo de nuevos modelos económico-empresariales los primeros proyectos son impulsados por aquellos actores que concentran una cantidad suficiente de elementos que les conceden cierta ventaja frente al resto. Estos elementos ventajosos suelen agruparse en capital económico, conocimiento técnico e infraestructuras públicas.En términos territoriales, este fenómeno concede más posibilidades de desarrollo a unas zonas respecto a otras en la medida en que unas tienen más facilidad de acceso a la combinación suficiente de esos elementos ventajosos. El capital social es la suma de los recursos reales y potenciales, materiales o inmateriales, de una comunidad determinada, que pueden movilizarse entre los diferentes actores que la conforman, ya sean estos individuales o colectivos, públicos o privados. El desarrollo de las comunidades energéticas dependerá en buena medida del resultado de la combinación que se dé entre la intensidad de capital social y la accesibilidad a recursos energéticos renovables en cada caso. Categorías de territorios en función de la intensidad de capital social El resultado de la caracterización del territorio en función de la intensidad de capital social ofrece la posibilidad de clasificar las comunidades energéticas de un modo más complejo. Tipos de comunidades energéticas Descargar informe
La productividad contra los cuidados, una historia mal contada

La baja productividad en España genera preocupación desde hace tiempo por sus efectos sobre la economía. Según los datos de Eurostat, en la última década (2013-2023) España se encuentra a la cola de los países de la UE en lo que se refiere a crecimiento del PIB por persona ocupada, lejos de la media de la UE y muy lejos de los países líderes (Irlanda y Rumanía). Fuente: Instituto de Estudios Económicos a partir de Eurostat Asimismo, la productividad (PIB por hora trabajada) en 2023 presenta unos resultados similares (aunque en este caso la posición respecto al resto de países de la UE no sea tan retrasada). Considerando con el varo 100 la media de la UE, España presenta un 96,3 en productividad (PIB por hora trabajada). Fuente: Instituto de Estudios Económicos a partir de Eurostat El primer paso para realizar un análisis de la productividad comparada es reflexionar sobre la utilidad de un indicador de esas características y estudiar si realmente es útil para comparar la eficiencia de las economías nacionales. Si la productividad se define como el indicador de eficiencia que relaciona la cantidad de recursos utilizados con la cantidad de producción obtenida, su utilidad debería restringirse a sistemas productivos comparables o similares. Por tanto, comparar países con matrices productivas muy diferentes, como ocurre incluso en el caso de los miembros de la UE, podría carecer de sentido o de utilidad real en el proceso de toma de decisiones de carácter político o estratégico. Y todo ello sin profundizar demasiado en la división internacional del trabajo, que influye también dentro de la UE, y que condiciona (y casi determina) las características de las matrices productivas de los diferentes países. Considerando lo anterior, que en la mayoría de las ocasiones en las que se debate sobre productividad se ponga el foco en el lado del trabajo es muy inadecuado. Ya sea la actitud de las personas frente a su trabajo, ya sea el sistema de protección de los derechos laborales, parece que la responsabilidad recae en las personas trabajadoras. Este tipo de análisis no tiene en cuenta dos grandes variables de carácter estructural, además de las debilidades metodológicas comentadas. En primer lugar, la configuración sectorial de la economía de un país determina los límites o los parámetros entre los cuales puede desarrollarse su productividad. La mayor dependencia de sectores que pueden desarrollar bajas productividades por sus características intrínsecas conduce a bajas productividades como país. Normalmente corresponde a ciertas actividades industriales y a los servicios financieros las productividades más elevadas, actividades que no predominan en la economía española. Este tipo de factor ayuda a comprender mejor algunas de las causas de las cifras de productividad españolas a lo largo de la historia reciente, y porqué sin un cambio significativo en la estructura sectorial de nuestra economía su productividad no tiene la posibilidad de variar cualitativamente. Por otro lado, llama la atención que entre los factores que se suelen seleccionar como influyentes en la productividad se incluye el capital humano (así como el capital físico, el capital tecnológico, el capital empresarial, y el marco regulatorio e institucional), pero sin embargo en él sólo se incorpora el grado de educación superior de las personas trabajadoras, y no otros elementos que se pueden considerar en dicha categoría. Cabe preguntarse entonces si las competencias de las personas en el trabajo sólo dependen de su titulación académica, cuando la experiencia nos sugiere toda una serie de otros factores igual o más importantes que la titulación. La motivación, el estrés, el estado de salud, la alimentación y el entorno afectivo serían algunos de los factores a considerar en el análisis de la productividad, si se pretende realizar un análisis riguroso. Fuente: Instituto de Estudios Económicos a partir de Eurostat En algunos estudios, no obstante, se considera la salud de las personas trabajadoras como un factor a tener en cuenta al analizar la productividad, y esto debería servir de guía para introducir los otros factores mencionados previamente. Las personas empleadas que están sanas se presentan a trabajar físicamente capaces de hacer su trabajo con concentración y resistencia. Si el personal se siente bien, podrán participar mejor y realizar las tareas. Invertir en la salud y el bienestar de las personas empleadas agrega costos a corto plazo, pero es más probable que la empresa (y la sociedad) obtenga los beneficios de estos gastos con una mayor productividad y una mejor calidad del trabajo. El deterioro de la salud, trabajar en condiciones de enfermedad (aguda y/o crónica), dedicar tiempo vital de más a preocuparse de la gestión de la propia salud (y de la de las personas cercanas) son cargas que empeoran el desempeño en el trabajo. Por lo tanto, el “encarecimiento” del acceso a la sanidad (por reducción de recursos públicos, listas de espera indefinidas, falta de profesionales, etc.) supone un empeoramiento de las condiciones en las que las personas llegan y desempeñan su trabajo. Esto sucede tanto en términos individuales como en términos agregados, y supone un problema estructural para la economía. Para una determinada estructura económica, como la de un país, la pérdida de productividad relativa respecto a su óptimo socava sus posibilidades de progreso socioeconómico. Cuantos más recursos dedica una sociedad a proporcionar personas trabajadoras en buenas condiciones a los procesos productivos, tanto en términos económicos (monetarios) como en términos de esfuerzo, menos eficiente es en la generación de bienes y servicios. Esta situación empeora en la medida en la que se pierden o desaprovechan recursos en el proceso de mantener la salud de las personas trabajadoras. En el caso de la educación y la formación ocurre algo similar. Cuanto mejor y menos costosa sea la educación y la formación de las personas de una sociedad, mejor puede llegar a ser su productividad. Y esto depende de dos ámbitos interconectados: el bienestar familiar y las condiciones del sistema educativo y formativo. Del bienestar de la familia, o del entorno más cercano, que realiza las labores de crianza y cuidados en las primeras etapas de
Hacia la institucionalización de la colaboración público-comunitaria en el ámbito energético

De la energía dependen los complejos procesos económicos contemporáneos que permiten el sostenimiento material y simbólico de las personas. Es un recurso de primera necesidad y esto hace que esté fuertemente relacionado con el poder y el conflicto. El acceso a la energía y su control ha sido históricamente una cuestión política fundamental. El desarrollo de nuestras economías fósiles ha dado lugar a la preponderancia de esquemas de propiedad de la energía (públicos y privados) coherentes con la visión liberal de la propiedad (exclusiva y excluyente) y con la dinámica de desposesión propia del capitalismo. Pero la transición energética hacia las renovables contribuye a experimentar formas alternativas a las tradicionales: propiedad pública (estatal) y privada de la energía. Esto es gracias al hecho de que en este punto muerto toma relevancia la energía eléctrica renovable, que permite la implicación de una amplia diversidad de actores: desde grandes grupos financieros pasando por PYMES de diferente naturaleza jurídica (incluyendo empresas de la economía social y solidaria), organismos públicos de ámbito local o regional, hasta el conjunto de la ciudadanía. Sin embargo, el hecho de que la energía sea un elemento tan absolutamente estratégico para un país hace que esté altamente intervenida por los Estados y por organismos supraestatales como la Unión Europea, fundamentalmente para garantizar la seguridad de suministro en un marco de competitividad económica internacional y de crisis energética y climática global. La intervención pasa principalmente por un elevadísimo grado de regulación y por la participación en titularidades en el sector energético global, ya sea a través de la adquisición de activos o a través de empresas de propiedad estatal, especialmente en el sector eléctrico. Según el informe State-Owned Enterprises and the Low-Carbon Transition publicado por la OCDE (2018), 31 de las 51 eléctricas más grandes del mundo tienen una participación pública mayoritaria, siendo la mayoría chinas y rusas. En cuanto al entorno europeo, el llamado «consenso neoliberal» del último cuarto de siglo XX hizo retroceder el peso estatal en el empresariado eléctrico y por eso hoy solo destacan la sueca Vattenfall, totalmente pública, la francesa EDF (85% propiedad del Estado francés) y, en segundo término, la francesa ENGIE y la italiana ENEL, con una participación minoritaria de sus Estados (del 33% y el 24%, respectivamente). Por otro lado, también es cierto que por la propia naturaleza de la energía se hace indispensable la intervención pública. Si nos centramos en la electricidad, hay que subrayar que, a diferencia de los hidrocarburos, una vez generada circula por las redes sin -o con escasísima- posibilidad de ser almacenada. Este detalle clave condiciona su gestión porque requiere una coordinación precisa para equiparar en cada momento oferta y demanda. Para hacerlo hace falta además tener en cuenta los condicionantes que imponen las diferentes tecnologías o procesos de generación: desde su capacidad para regular la producción (por ejemplo, una central nuclear no puede pararse de golpe o la producción de un aerogenerador varía en función del viento que sople) hasta su ubicación geográfica (la distancia entre el punto de generación y el punto de uso). Tampoco hay que olvidar la gestión de la conectividad internacional de la red con países vecinos. En resumen, estas cuestiones no pueden obviarse a la hora de discutir modelos posibles -y deseables- de propiedad de la energía. El energético, es un recurso difícilmente equiparable a cualquier otro y la no intervención pública es inexcusable para adaptarse a sus peculiaridades. La propiedad de la energía en el Estado español Antes de continuar, hay que remarcar que, según cómo se mire, poner en relación propiedad y energía no significa únicamente abordar la cuestión de la posesión de títulos jurídicamente sellados en el sector energético. Desde una perspectiva republicana, hablar de propiedad es hablar del acceso al conjunto de recursos materiales e inmateriales considerados relevantes -de naturaleza y cantidad contingentes a cada contexto espacio-temporal- para garantizar a las personas un sostén digno. La función social de la propiedad tiene que ver con permitir a las personas vivir una vida con una independencia socioeconómica. Se asume también que las únicas interdependencias con los otros sean las que estén ausentes de interferencias arbitrarias. Así, la propiedad también viene definida por el derecho de controlar estos recursos básicos. Nadie duda de que la energía -y más la electricidad en la actual transición- está dentro de esta categoría de recursos básicos y se necesitan los poderes públicos para garantizar el derecho a acceder a ellos. Ahora bien, la ciudadanía tiene que disponer de los mecanismos para controlar estos poderes públicos. Por una parte, para que no permitan que determinados actores privados interfieran arbitrariamente sobre otros, dando lugar a relaciones de dependencia; y por la otra, para que no alimenten prácticas amiguistas o clientelares que desemboquen en lógicas oligárquicas y despóticas. Haciendo un repaso al caso español, podemos concluir que el modelo de propiedad de la energía está lejos de cumplir su función social: por un lado, la regulación no confiere a la electricidad la definición de bien esencial bajo una visión de accesibilidad universal, y por el otro, la estructura de derechos de propiedad sobre las infraestructuras energéticas está controlada por un reducido y poderoso bloque de empresas privadas. Como la accesibilidad a la electricidad no está garantizada de forma ex-ante, lo que sí encontramos en España son medidas correctoras ex-post cuyo nivel de efectividad para universalizar el acceso razonable es discutible: el bono social, la Ley 24/2015 contra cortes de suministro, las ayudas de emergencia, los servicios de asesoramiento sobre derechos, la generación y optimización de consumos, los incentivos fiscales o subvenciones a las renovables, o la comercialización municipal. Estas medidas no atacan un problema que es estructural y está relacionado con el ordenamiento jurídico. Más allá de la intervención pública ex-post, es justo recordar que hay iniciativas privadas cuya acción no está orientada a lucro y que ofrecen un servicio de comercialización con ciertos tintes de servicio público puesto que anteponen la cobertura de necesidades energéticas de sus asociados o clientes a la obtención de
Sesgos de género en los impuestos a la movilidad

La movilidad de la población es un elemento importante que puede ser regulado en gran medida por el ente local. Esta regulación supone una derrama fiscal, sobre todo a través de estas dos figuras: el Impuesto sobre vehículos de tracción mecánica (IVTM), conocido como impuesto de circulación, y la tasa de estacionamiento. El IVTM es un impuesto obligatorio de los municipios regulado por la Ley de haciendas locales. Normalmente es considerado un impuesto que sirve para pagar los costes municipales relacionados con los vehículos, como es el mantenimiento de la infraestructura viaria y parte de los costes de la policía local. Se trata de un impuesto real, puesto que grava un objeto sin tener en cuenta las condiciones personales de la persona que es titular. Este impuesto grava la titularidad de vehículos a motor; es decir, lo paga la persona titular del vehículo registrado en la ciudad según consta en el permiso de circulación del mismo. Se paga anualmente y es gestionado entre el Ayuntamiento y la Dirección General de Tráfico. Dispone de una exención sobre los vehículos matriculados a nombre de personas con un grado de discapacidad de, como mínimo, el 33%. Asimismo, la cuota a pagar del IVTM depende de la potencia del vehículo. La ley asigna una cuota por tipo de vehículo y potencia, distinguiendo entre turismos, autobuses, camiones, tractores, remolques, ciclomotores y motocicletas. La cuota fijada por la ley se puede multiplicar hasta por dos a través de las Ordenanzas Fiscales. Con relación a la tasa de estacionamiento de vehículos, el marco legal que la regula es el mismo que la tasa de terrazas: la Ley de bases de régimen local y el Texto refundido de la Ley de Haciendas locales; y en parte está relacionada con la utilización privativa o aprovechamiento especial del dominio público local. Aunque no lo pueda parecer en una primera aproximación, la movilidad en el entorno local, y estas dos figuras fiscales en particular pueden tener una influencia muy significativa en la igualdad de género en función de cómo se diseñen y se apliquen. Tener en cuenta la dimensión de género en el diseño de la arquitectura fiscal puede contribuir a la eliminación de las desigualdades entre hombres y mujeres y, por el contrario, las políticas fiscales que son ciegas al género contribuyen a aumentar la feminización de la pobreza y la precariedad. En el caso de la movilidad, el análisis en profundidad de sus características desagregadas por género nos puede ayudar de manera significativa a diseñar estas dos figuras fiscales con perspectiva de género. En primer lugar, podemos analizar los desplazamientos realizados por hombres y mujeres en diferentes ámbitos para poder comparar si son similares o diferentes y en qué consisten esas diferencias. Conviene analizar esos datos buscando si existe un sesgo de género y, por lo tanto, una desigualdad en el número de desplazamientos de hombres y mujeres relacionados con ir al trabajo, ir a la compra, llevar y traer a personas a su cargo, acudir a una visita médica o al hospital, o para acompañar a otras personas. También se tendrán en cuenta desde una perspectiva de género, cuántos de estos desplazamientos están relacionados con gestiones personales, ocio, diversión, comidas o actividades deportivas. En este sentido, habría que distinguir qué desplazamientos son para tareas de cuidado para priorizarlos o protegerlos, pues implica que, sin cumplir estas obligaciones, con sus consiguientes exigencias de transportes asociadas, el funcionamiento cotidiano de la sociedad y la vida de las personas no sería posible. Habiendo observado para qué nos movemos hombres y mujeres es importante ver cómo lo hacemos, o sea, qué medios de transporte usamos y comprobar si hay diferencias significativas en el uso del vehículo privado o público. A pesar de que cada contexto requiere un estudio y análisis adaptado a sus necesidades concretas, actualmente sabemos que sí existen sesgos de género presentes en la movilidad, por lo que aplicar una perspectiva de promoción de la igualdad es uno de los elementos claves a la hora de plantear una política tributaria sobre los vehículos privados. Esos sesgos abarcan desde la apuesta generalizada por diseños urbanos con perspectiva androcéntrica, esto es, enfocados históricamente a un modelo productivo muy concreto que prioriza el tránsito de vehículos privados, empleados por hombres para desplazamientos hacia el trabajo o por motivos de ocio. Hasta la manera en que se vive el derecho a la ciudad, el derecho a transitar el espacio público y a realizar diferentes usos en los que operan variables psicosociales que condicionan cómo y para qué nos movemos las personas en el espacio urbano. Desde hace décadas, está demostrado estadísticamente que la mayoría de los desplazamientos a pie y en transporte público los realizan mujeres mientras que la posibilidad de acceso a la titularidad y uso de un vehículo privado no es democrática y universal. Respecto a esto último, conviene también reflexionar acerca de si dicha democratización sería deseable, o, por el contrario, si el actual uso del vehículo privado resulta ya en sí mismo insostenible. Una vez más, la lectura en términos de sostenibilidad obliga a poner sobre la mesa la importancia de redefinir y rediseñar los modelos de movilidad de las grandes urbes situando el cuidado de la vida en el centro. Esto significa priorizar, proteger y facilitar las tareas de cuidado y sostenimiento de la vida por encima de los intereses lucrativos, capitalistas y contaminantes del modelo actual. Por lo tanto, mientras no se tengan en cuenta los factores relativos a los sesgos de género implícitos en el uso del transporte, se puede considerar que el Impuesto sobre vehículos y la tasa de estacionamiento no incorporan una perspectiva de género porque su configuración es simple y no han considerado las desigualdades existentes en su diseño, elaboración y aplicación. En ningún caso estos tributos valoran las condiciones psicosociales y las situaciones personales de los sujetos pasivos, salvo por las excepciones relativas a las personas con discapacidad. Tampoco tienen en cuenta la necesidad social de dar cobertura a la gran mayoría
Acceso igualitario a las escuelas infantiles

En un marco ideal los criterios de selección para acceder a las escuelas infantiles no serían necesarios puesto que todas las personas que quisieran que sus hijas e hijos acudiesen a ellas lo tendrían garantizado, sin proceso de selección. Mientras tanto, en el camino que hay que hacer hasta llegar a esa situación es importante que se tenga en cuenta, de manera central y prioritaria, cómo y quién desarrolla las tareas de sostenimiento de la vida de la infancia y cuál es el nivel de carga de trabajo productivo y reproductivo que está asumiendo esa persona o ese grupo de personas. Para ello conviene debatir y analizar en profundidad las implicaciones de la regulación de los precios públicos de las escuelas infantiles desde una mirada feminista. Las regulaciones económicas se basan, a menudo por inercia, en un modelo familiar nuclear y heteronormativo que contempla la figura del hombre como proveedor y de la mujer como cuidadora. La hegemonía de este modelo ha quedado obsoleta dado que actualmente se reconoce que la arquitectura social es diversa y se defiende la existencia de diferentes modelos de familias y/o núcleos de convivencia. El modelo patriarcal de reparto de tareas entre hombres y mujeres se basa en la idea binaria y prescriptiva que dicta que tenemos capacidades diferentes y complementarias determinadas por nuestro sexo. Así, la división sexual del trabajo atribuye a las mujeres aquellas tareas relacionadas con el sostenimiento de la vida de las personas y la reproducción: cuidados, afectos, alimentación, higiene, salud, aprendizaje, crianza, atención completa a las situaciones de dependencia, el mantenimiento del funcionamiento del hogar, el acompañamiento y la gestión emocional de la familia y su entorno, entre otras. Mientras, encomienda a los hombres la realización de trabajo productivo y remunerado fuera del hogar y la misión de mantener económicamente la familia, lo que se tradujo en la asignación exclusiva de la esfera pública a los hombres. Esta configuración social heredada y basada en estereotipos de género, provoca una clara desigualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, privilegiando a los primeros en tanto que les exime de responsabilidades afectivas, de cuidados y de sostenimiento de la vida mientras que les otorga el acceso a la vida social y política que se le viene negando a las mujeres. Los trabajos llamados reproductivos y de cuidados normalmente no son remunerados o lo son en condiciones de extrema precariedad. Tampoco son valorados socialmente y se mantienen en el espacio de la esfera privada, que permanece invisibilizada en el interior de los hogares por lo que tampoco se concreta la carga que implican dichas tareas. Este hecho dificulta la autonomía de las mujeres, reduce su poder adquisitivo y las prescribe como dependientes durante toda su vida. Así pues, podemos decir que acabar con el sexismo que encierra la división sexual del trabajo es uno de los ejes críticos de análisis para observar la distribución de la riqueza entre la población desde una perspectiva que promueva la igualdad de género. En este contexto se enmarca el análisis de las implicaciones de la regulación de los precios públicos de las escuelas infantiles. En primer lugar es necesario señalar que desde los diferentes movimientos feministas se demanda que hay que trabajar para ir más allá de las políticas de conciliación familiar. Estas están pensadas para la reducción de la jornada laboral de las personas que se encargan de la atención y del cuidado de sus hijas e hijos durante el horario laborable, y ha quedado demostrado que no bastan para desestabilizar la división sexual del trabajo y así acabar con las desigualdades que genera. Por lo que, además, es necesario avanzar hacia un modelo de corresponsabilización del cuidado más amplio y que implique a toda la población incluidas las instituciones públicas. Poner la vida de las personas en el centro de las políticas públicas contribuye a romper la división estricta, excluyente y sexista entre las esferas pública y privada, trabajo productivo y reproductivo, crianza y vida laboral, y demás roles de complementariedad atribuidos por sexo y que, en la práctica, suponen una de las principales fuentes de desigualdad. El objetivo es que toda persona pueda desarrollar los diferentes ámbitos de su vida sin tener que renunciar a unos u otros en función de la ordenación sexista de las tareas necesarias para el sostenimiento y cuidado de la vida. Para lograrlo, hay que abrir espacio a modelos de organización de la vida completos y multidimensionales que puedan incluir los cuidados, la crianza, el trabajo remunerado, la vida social, el ocio, y el resto de dimensiones de una forma integral y compatible, rompiendo con las lógicas productivistas y de reproducción social que a menudo regulan la política pública en general y los precios públicos en este caso particular. Teniendo en cuenta que existe una gran diversidad de tipos de familias y de enfoques de los cuidados en las primeras etapas de la vida, una vez que se toma la decisión, más o menos voluntaria, de acceder a las escuelas infantiles nos encontramos con una realidad que dista de ser la ideal en tanto que continúa reproduciendo desigualdades. Reconociendo la diversidad de casos entre los diferentes municipios, en términos generales, la actual regulación de los precios públicos de las escuelas infantiles tiene carencias y limitaciones que nos plantean la necesidad de seguir avanzando hacia un modelo de corresponsabilización de la administración pública en el trabajo de cuidados a la infancia. Por un lado, no existen ayudas ni bonificaciones para las personas que no optan o que quedan excluidas de las escuelas infantiles, lo que limita las posibilidades de crianza a un solo modelo y desatiende a todas aquellas madres y padres que se quedan fuera de las listas. Hay que poner en valor que la etapa de crianza de 0 a 3 años comporta un elevadísimo grado de dependencia, la primera infancia requiere atención las 24 horas del día y, en cambio, las políticas públicas no garantizan la posibilidad de ofrecer un cuidado adecuado. La educación primaria obligatoria empieza
El acceso universal y gratuito a la atención domiciliaria

El servicio de atención domiciliaria (SAD) es una de las políticas públicas destinadas a los cuidados de las personas con dependencia intensiva, especialmente utilizado por personas mayores y de apoyo a su unidad de convivencia. Implica la atención personal y, en algunos casos, el apoyo a la limpieza y el mantenimiento del hogar de personas residentes derivadas desde los Servicios Sociales básicos del ayuntamiento y el apoyo para las personas que presentan mayores dificultades en el desarrollo de las actividades de la vida diaria, dificultades de integración social y/o que se encuentran en una situación de autonomía personal reducida. Este servicio coexiste con una amplia oferta privada que incluye opciones con y sin ánimo de lucro. Casi la totalidad del coste del servicio público se cubre con gasto presupuestario, pero existe formalmente un precio público y un debate abierto sobre la pertinencia del copago del servicio. El servicio de atención domiciliaria está innegablemente relacionado con la vida de muchas mujeres. La relación funciona en una doble dirección: por un lado, se comprueba que la gran mayoría de usuarias del servicio son mujeres de más de 65 años (más del 70% del total son mujeres) y, por otro lado, hay que visibilizar que la gran mayoría de las personas que desempeñan tareas de cuidados (ya sea de manera remunerada a través de este servicio u otros sistemas privatizados, o por vínculo familiar) también son mujeres. Las tareas de cuidados son esenciales para el mantenimiento de la vida y no existe ningún sistema productivo que se pueda mantener al margen de los vínculos de interdependencia entre las personas. Cuando hablamos de personas con dependencia a menudo olvidamos que todas las personas somos dependientes en diferentes grados según la etapa del ciclo vital, el estado de salud y otras variables que determinan nuestro grado de autonomía-dependencia. Todas las políticas públicas dirigidas al cuidado de personas con un menor grado de autonomía (es decir, personas que dependen de otras personas para cubrir un número elevado de sus necesidades cotidianas) tendrían que ser tratadas desde una doble dimensión: por un lado, el enfoque en la promoción de la autonomía de la persona receptora de los cuidados trabajando a partir de lógicas emancipadoras y, por otro, la garantía de unas condiciones mínimas y acordes con los derechos de las personas trabajadoras, que tendrá la persona encargada de realizar las tareas de acompañamiento y atención. Todo esto garantizando siempre la dignidad de ambas partes, tanto de la persona proveedora, como de la persona receptora de los trabajos de cuidados. Este planteamiento resulta de vital importancia en lo que se refiere al funcionamiento de las políticas públicas de acompañamiento en situaciones de dependencia y, en concreto, al contexto de la atención domiciliaria. Asimismo, las actividades de cuidados que se siguen efectuando mayoritariamente en familia, suelen hacerse por afecto, por obligación moral o por ambas a la vez. Esta realidad, además de denotar un insuficiente cuestionamiento crítico ante las estructuras tradicionales y de división sexual del trabajo, está suponiendo un valor económico significativo para las instituciones y gran parte de la sociedad. Todo ello se pone de manifiesto cuando el coste pasa a cubrirse a través de opciones y servicios del mercado o cuando lo cubre la administración pública. Es innegable que en los casos en los que los trabajos de cuidados se cubren dentro de la familia, colateralmente se está economizando el gasto público y se está haciendo una aportación del todo significativa para el actual funcionamiento social. Generar políticas públicas que aborden la economía de los cuidados desde el gobierno municipal y cuantificar su coste no sólo supone un paso importante para el reconocimiento y la valorización de la economía de los cuidados sino que también implica la corresponsabilización de los poderes públicos en el sostenimiento de la vida. Todo esto son mejoras significativas, pero todavía hay que avanzar hacia un modelo social que tenga en cuenta este trabajo también cuando se hace desde las unidades de convivencia, incluyendo datos pertinentes sobre las tareas de cuidados invisibilizadas, de forma que quede reflejado en el sistema de cuentas municipal. También en el campo de la atención a personas adultas con dependencia sabemos que son las mujeres las que cuidan mayoritariamente, tanto de manera remunerada como no remunerada. Esto supone una desigualdad importante puesto que la cantidad de tiempo que dedican muchas mujeres a las tareas de cuidados limita de manera directa a sus oportunidades de desarrollo personal y vital. Hay que tener en cuenta que la desigualdad de género sigue presente mientras no se logre la corresponsabilización de los hombres en las tareas de cuidados. Es decir, además de apostar por la mejora de la vida de las mujeres acabando con la división sexual del trabajo y de las cargas sexistas que supone, un enfoque integral con perspectiva de género debe encontrar la forma de implicar a los hombres en las tareas de sostenimiento de la vida. El concepto de corresponsabilidad integral incluye la implicación no sólo de los hombres sino también del Estado y de las empresas. El grado de compromiso de los ayuntamientos en la provisión de cuidados y bienestar repercute directamente en la vida de las personas que realizan los trabajos de cuidados, pudiendo contribuir a la reducción de las desigualdades que sufren actualmente. Además, en el ámbito de los trabajos de cuidados que sí se consideran remunerados, sabemos que la mayoría de las personas que los realizan son mujeres migrantes, con sus propias cargas familiares, muchas veces en situación irregular y atravesadas por los abusos y violencias que todo ello supone en la actualidad. Es importante entender que hasta que no se logre la garantía real de unas condiciones dignas para las personas que desempeñan estos trabajos, no puede darse por alcanzada la igualdad. Así pues, unas instituciones públicas al servicio del sostenimiento digno de la vida, deben considerar la incorporación de variables más complejas para el análisis de la realidad cotidiana de las personas que sufren opresión en contextos de
El Impuesto de Bienes Inmuebles con perspectiva de género

A pesar de los postulados y la propaganda de la economía neoliberal que promueven sus seguidores y adeptos, la fiscalidad tiene un papel central en las sociedades europeas en lo que se refiere a la redistribución de riquezas y la reducción de la desigualdad social. De hecho, se podría afirmar que es uno de los pilares más importantes que sostienen el modelo de vida europeo de las últimas décadas, permitiendo, por un lado, el mantenimiento de los derechos sociales y, por tanto, un sistema que promueve cierta igualdad de oportunidades; y por otro lado, la paz social y la conservación de amplios espacios de seguridad. Sin embargo, la tradición de la doctrina fiscal en Europa ha obviado en demasiadas ocasiones y aspectos corregir una de las discriminaciones más evidentes y antiguas, la desigualdad de género. Hay que asumir que una fiscalidad que obvie las desigualdades actuales e históricas basadas en el género no solo no es equitativa o reequilibradora sino que tampoco será neutral, puesto que sus efectos reproducen de las desigualdades que impactarán de manera diferente en hombres y mujeres. Este hecho se ha comenzado a enmendar en los últimos años de manera voluntariosa desde diversas instancias, aunque continúa siendo incompleta y no lo suficientemente extensa. El ámbito local, por ejemplo, es un espacio en el que se han podido experimentar avances interesantes desde el momento en el que se han identificado y reconocido sus potencialidades. El cambio de planteamiento comienza desde el primer paso de obtención de datos fiables en los que basar las medidas fiscales. Para conseguir su desarrollo es necesario disponer de datos desagregados por sexo, tal y como ya marca la ley. Esta desagregación es obligatoria para las estadísticas, encuestas y recogida de datos de los poderes públicos (de acuerdo con el artículo 20 de la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres). No obstante, se torna necesario incluir nuevas variables que permitan conocer la compleja diversidad social actual, pues emplear únicamente la variable “sexo” resulta insuficiente para analizar la dimensión de las desigualdades sociales. Una vez conseguidos los datos desagregados, se procede al diseño de las políticas fiscales. Pero antes de ponerse a ello es necesario advertir que el diseño de normativas o políticas neutrales no existe; tampoco en lo que respecta a la igualdad de género. Las políticas percibidas como neutrales son a menudo políticas “ciegas al género” porque no están teniendo en cuenta los diferentes roles, responsabilidades y capacidades, determinadas socialmente, que se asignan a las mujeres y a los hombres. Las intervenciones ciegas al género no perciben las necesidades diferenciadas de los distintos colectivos sociales ni tienen en cuenta las desigualdades que producen las normativas y políticas sobre la vida de los hombres y las mujeres. Por lo tanto, un sistema fiscal con perspectiva de género es aquel que tiene en cuenta durante el diseño de sus políticas principalmente las siguientes ideas: • Existen necesidades diferenciadas entre hombres y mujeres que a menudo se traducen en un impacto diferenciado de la aplicación de una misma política. • Hay que atender a las diferentes necesidades con el fin de visibilizar y analizar las posibles desigualdades y promover la igualdad real de género. • Existen contribuciones económicas no remuneradas realizadas en la esfera no mercantil, y realizadas mayoritariamente por mujeres, que son fundamentales para la producción de bienes y servicios, así como para el sostenimiento de la vida. Si volvemos al ejemplo de la fiscalidad municipal, encontramos que el Impuesto de bienes inmuebles urbanos (IBI) es el principal impuesto propio de los municipios en cuanto a la cantidad de recursos que se ingresan. Es un impuesto directo y real que recae, esencialmente, sobre la propiedad de los bienes inmuebles: terrenos y edificación, y que se calcula a partir del valor catastral del inmueble. El valor catastral es, aproximadamente, la mitad del valor de mercado del bien inmueble y es calculado por la Dirección General del Catastro. El IBI es un impuesto directo porque recae sobre una persona física o jurídica, la persona titular del bien inmueble, y no sobre una transacción o acto determinado. Es real u objetivo porque grava una renta a partir de las condiciones de un objeto, en este caso el valor catastral del bien inmueble, y no tiene en cuenta las circunstancias personales del sujeto pasivo contribuyente. El IBI, además de ser ciego hasta ahora a la desigualdad de género también lo es a la acumulación. Esto se debe a que pese a tratarse de un impuesto objetivo que refleja la tenencia de inmuebles y, por lo tanto, uno de los elementos que conforman la riqueza del sujeto pasivo, sin embargo, no tiene en cuenta las condiciones personales de renta o riqueza a la hora de establecer el tipo de gravamen. Es decir, se paga el mismo porcentaje independientemente del número y valor de bienes inmuebles que se tengan en propiedad. El impuesto es regulado en los artículos 60 a 77 de la Ley de haciendas locales que, por una parte, especifica los tipos de gravámenes del impuesto (general, especial, recargos), y por otra parte, establece los tipos de bonificaciones posibles. Es precisamente en este último aspecto donde el diseño del impuesto ofrece, en principio, margen para la introducción de medidas para corregir la desigualdad de género. Para ello hay que plantearse la siguiente pregunta: ¿hay desigualdad de género en la distribución de los bienes inmuebles? Responder a esta pregunta primero requiere conocer la distribución entre mujeres y hombres de las propiedades en relación a su valor para ver cuál es el tipo de vivienda de la que son titulares y observar si existen diferencias sustanciales. Para completar el análisis se debe cruzar esta información con el número de personas que cohabitan el hogar, su género y su grado de autonomía/dependencia, para valorar las condiciones de vida y el reparto de los trabajos dentro del hogar. Con el objetivo de que no se excluya a nadie en el diseño del
Claves para el análisis del modelo fiscal con perspectiva de género

La política fiscal es el principal instrumento del Estado para distribuir la riqueza entre la ciudadanía de un país. La arquitectura específica de cada sistema fiscal es muy relevante desde diferentes puntos de vista para su propia sostenibilidad, entre ellos, desde la perspectiva de género. En este sentido, la política fiscal no puede ser ciega a las desigualdades de género, pues, en todo caso, o las fomenta o las reduce. Tanto es así, que tener en cuenta el impacto de género del diseño fiscal puede contribuir a la eliminación de las desigualdades entre hombres y mujeres o, por el contrario, puede contribuir a reforzar las normas sociales que reproducen la discriminación y la precariedad que sufren las mujeres. Por lo tanto, toda estructura fiscal sólida exige un diseño estratégico en clave de igualdad además del deber de apoyarse en políticas públicas que preparen el terreno para estos avances. Cabe mencionar también que tanto la UE como el Estado español están obligados a la aplicación del principio de igualdad entre hombres y mujeres así como a incluir la perspectiva de género con un enfoque transversal, a través del Tratado de Ámsterdam, la Constitución española y la Ley Orgánica 3/2007 para la Igualdad efectiva entre Mujeres y Hombres, respectivamente. Desde finales del siglo pasado se distingue entre sesgos de género explícitos y sesgos de género implícitos, lo que ha tomado forma jurídica en los conceptos de discriminación directa y discriminación indirecta por razón de género. Los sesgos de género explícitos (o discriminación directa) se encuentran en las leyes y regulaciones que tratan de modo diferente a mujeres y a hombres, generando desigualdad en detrimento de las mujeres. Actualmente, en la mayoría de los países occidentales existe legislación al respecto que permite denunciar los sesgos de género explícitos en muchos de los ámbitos en los que se producen. Por otro lado, los sesgos de género implícitos (o discriminación indirecta) se producen cuando las leyes y regulaciones tienden a producir diferentes implicaciones para mujeres que para hombres que, a su vez, son generadoras de mayor desigualdad. Identificar los sesgos de género implícitos resulta mucho más difícil porque ello implica, en gran medida, juicios de valor sobre lo que se considera deseable social y económicamente. Aún así, la legislación española prevé la elaboración de informes de impacto de género de todas sus normativas, para poder identificar qué sesgos implícitos o formas de discriminación indirecta puedan estarse produciendo a partir de las mismas e intentar evitar su reproducción. En este marco, el análisis de los impuestos desde la perspectiva de género implica examinar los posibles sesgos de género presentes tanto en su diseño legal como en su aplicación. Para ello es crucial tener en cuenta, para empezar, los principales ejes de desigualdad de género que persisten en nuestra sociedad: (1) La BRECHA DE GÉNERO RETRIBUTIVA, que es la diferencia promedio en los salarios entre hombres y mujeres, donde las mujeres generalmente ganan menos que los hombres por trabajos de igual valor o responsabilidad, lo cual supone una desigualdad en la posición económica de hombres y mujeres tanto en el mercado de trabajo como en el ámbito privado (2) el CONFINAMIENTO A LOS CUIDADOS la perpetua y exclusiva atribución a las mujeres de las tareas de cuidados y de afectos junto con los trabajos domésticos. Además, a pesar de que el desempeño de los trabajos de cuidados es crucial para el funcionamiento de la sociedad, estos no se encuentran suficientemente valorados y reconocidos, ni económica, ni política ni socialmente. Ambos fenómenos son producto de los preceptos patriarcales aún existentes en la sociedad española y cuya consecuencia es un reparto desigual de roles y funciones atribuidos a hombres y mujeres de forma sexista. ¿Qué analizamos desde esta perspectiva? En primer lugar, si existe o no desigualdad de género en la distribución de la carga de los impuestos. Analizar la estructura tributaria y determinar de dónde provienen los recursos es crucial para asegurar que un incremento de los recursos no recaiga injustamente sobre las personas que menos tienen. Así, para examinar cómo está afectando la carga tributaria en el impuesto sobre la renta, será importante determinar si se grava más a quienes más tienen y, por ende, menos a quienes menos tienen, e identificar las desigualdades de género presentes en el caso de nuestro modelo. Respecto a los impuestos indirectos es importante conocer qué tipo de productos y servicios están gravados con este impuesto, qué tipo impositivo se aplica y qué productos están exentos, además de observar cómo interactúa esta estructura con los estereotipos y roles sexistas de género para determinar de qué maneras puede ayudar a superarlos y de qué maneras los puede estar fomentando. En segundo lugar, qué tipo de relaciones de género promueven las políticas fiscales. Asimismo, para garantizar una estructura fiscal igualitaria, los poderes públicos tienen la obligación y la responsabilidad de identificar y extraer el sexismo de sus políticas y normativas. Para ello es clave identificar si se está incurriendo en reproducir la subordinación de género en favor de los hombres a través de fomentar modelos patriarcales de organización social que releguen a las mujeres a la dependencia económica y al desempeño exclusivo de los trabajos asociados al ámbito de los cuidados. Principales reformas tributarias Desde los años 90 se vienen identificando una serie de tendencias globales en las reformas tributarias que se pueden resumir en: − Reformas al impuesto sobre la renta personal para ensanchar sus bases y reducir los tipos marginales más altos − Reducción de los impuestos a las empresas con los beneficios más altos − Incrementos impositivos concentrados en el IVA − Reducción de los impuestos al comercio a través de un aplanamiento de la estructura de impuestos y eliminación de la discriminación contra bienes importados, en impuestos tanto directos como indirectos En el caso español, el sistema impositivo tiene dos pilares para la recaudación: un impuesto directo a las rentas -fundamentalmente del trabajo-, el Impuesto de la Renta de las Personas Físicas (IRPF), y un impuesto indirecto, al
El tortuoso camino de la desturistificación

En los últimos meses, los movimientos vecinales de diferentes puntos del país han traído al debate público la necesidad de replantear de forma estructural el sector turístico en sus zonas. Advierten de que en estos lugares (y quizás en otros también) se ha superado la capacidad de carga debido al incesante crecimiento de la actividad turística y sus consecuencias. Entre ellas se encuentran el deterioro ambiental y el aumento de la contaminación, las aglomeraciones frecuentes y en algunos casos peligrosas, el empeoramiento de servicios públicos como el transporte, el encarecimiento de la vida común, el desplazamiento de la población local, las dificultades que las personas trabajadoras encuentran para vivir relativamente cerca de su lugar de trabajo cotidiano, la especulación con la vivienda, y la pérdida de la identidad cultural local. La inercia del monocultivo turístico Aunque quizás para el gran público se trata de una novedad, se lleva alertando de este problema desde diferentes colectivos y agentes sociales desde hace años gracias a los datos recogidos en otros emplazamientos donde el proceso de turistificación ha avanzado con anterioridad. Debido a estos datos y a las reflexiones, análisis y publicaciones desde las ciencias sociales, algunos responsables políticos han intentado aportar soluciones desde el ámbito de la política pública para evitar los efectos más graves del monocultivo turístico y, en algunos casos, para intentar revertirlo, con resultados dispares. Es necesario reconocer en primer lugar, que los incentivos que tienen los y las responsables políticos no son especialmente favorables para llevar a cabo esta tarea. Pues, a pesar del mandato institucional que deben cumplir en cuanto a representar los intereses de su población, y a pesar de las protestas sociales habidas en sus diferentes formas, parecen tener más peso los factores significativos que incentivan en sentido contrario. Como resultado vemos que la tendencia general es permanecer de la misma manera que hasta el momento, es decir, no hacer nada que altere el mecanismo turistificador. Se podría decir que el mayor incentivo para que nada cambie es que los cambios en general, y este en particular, conllevan un gran desgaste y son complejos. Esto es debido a las inercias, a las dificultades técnicas y a las relaciones de poder establecidas. Entre las dificultades técnicas se podría destacar una que, pese a su importancia, a menudo se obvia, que es la imposibilidad de sustituir el monocultivo turístico por otra actividad (o actividades) manteniendo los principales indicadores en términos similares. Al igual que cualquier otra actividad depredadora el turismo extrae “activos” (playas y otros espacios naturales, monumentos, clima, arquitectura, población formada y cuidada, infraestructuras públicas, etc.) de manera gratuita y los procesa generando retorno económico (que en muchos casos no revierte en la zona, ni siquiera a su clase capitalista) y externalidades generalmente negativas (como las enumeradas al principio del texto: deterioro ambiental y aumento de la contaminación, aglomeraciones, empeoramiento de servicios públicos, encarecimiento de la vida común, desplazamiento de la población local, dificultades que las personas trabajadoras encuentran para vivir cerca de su lugar de trabajo cotidiano, especulación con la vivienda, pérdida de la identidad cultural local). Además, cuando se llega a la fase en la que se ha consolidado el monocultivo de una actividad como ésta, se han dinamitado demasiados puentes para volver a considerarla una actividad más dentro de un abanico de actividades económicas que desarrollar. El proceso turistificador avanza alcanzando la fase de monocultivo socioeconómico y, una vez allí, sigue avanzando en su depredación del entorno y la sociedad sobre los que se asienta. Entre los indicadores que tienden a señalar de manera inequívoca que el monocultivo turístico se ha establecido se encuentran los siguientes: la población censada disminuye; la renta familiar disponible aumenta debido a la expulsión de las clases menos pudientes por la subida de precios generalizada y de la vivienda en particular; la superficie dedicada al turismo y a la hostelería aumenta en relación a otras actividades económicas, como la industria y la educación; la saturación de este tipo de actividad avanza colonizando cada vez más zonas de la ciudad; la proliferación de viviendas para uso turístico se extiende exponencialmente ante la ausencia de mecanismos de control efectivos; los comercios comúnmente dirigidos a la población local, como los de alimentación, viran su oferta hacia el turista, desapareciendo los de productos frescos como pescaderías, carnicerías y fruterías. Además, se comienzan a detectar fenómenos incomprensibles a simple vista, como el cierre de comercios (bajada de persiana) en las zonas más masificadas o sus alrededores porque se utilizan como almacén de otros locales (de hostelería, fundamentalmente) cuya actividad no puede desarrollarse de la manera deseada debido a la gran demanda a la que se les somete y sus necesidades de rotación de producto. Esto conlleva también el crecimiento de la sensación de inseguridad y/o riesgo en dichas zonas. En estas condiciones, un retorno económico de las mismas características sin incurrir en graves externalidades no es posible. Es decir, sustituir esta actividad de monocultivo por otra solamente se podría hacer asumiendo la misma (o mayor) cantidad de externalidades negativas. Las externalidades negativas podrían encontrarse en dos grandes grupos: las que quedan fuera de la legalidad, o aquellas que pusieran en riesgo grave la propia supervivencia del negocio en el corto plazo (como las de carácter ambiental o social que interrumpiesen considerablemente el flujo de capital). De hecho, en buena parte la expansión de este monocultivo procede de la percepción de que éste tiene mayor rentabilidad que el resto de actividades y es legítimo ofrecer facilidades a su desarrollo. Los mecanismos que facilitan su desarrollo por encima de otras opciones socioeconómicas también forman parte de la propia estructura institucional (pública y privada) del monocultivo turístico, lo cual aumenta la percepción de su gran rentabilidad y de la no necesidad de otras actividades no relacionadas con él. Por lo tanto, cuanto más avanza el proceso de profundización del monocultivo, más crece la imposibilidad de sustituirlo por otra actividad sostenible en términos económicos, ambientales y sociales. Por una parte, el imaginario colectivo e institucional se aleja cada vez
Políticas de sostenibilidad para Europa en un mundo multipolar

Una de las cuestiones más importantes de nuestra generación es si estamos viviendo un proceso de descentralización del poder a nivel global, pasando de un mundo unipolar controlado por EE.UU. hasta niveles nunca experimentados en la historia, hacia un mundo multipolar, o con diferentes focos de poder. En los últimos meses hemos podido observar que el creciente poder económico de actores no pertenecientes al oeste se está convirtiendo en poder político, debido a una confluencia de diversos motivos y actuaciones. El centro de gravedad del poder global se está desplazando desde el Atlántico Norte hacia Eurasia, dirige sus pasos hacia el Este. El creciente poder económico emergente se puede constatar mediante los datos de crecimiento del PIB en las últimas dos décadas. Según los datos del Banco Mundial, el crecimiento del PIB entre 2000 y 2020 fue: China: 5,72 (veces mayor); India: 3,25; Indonesia: 2,73; Turquía: 2,62; Corea del Sur: 2,22; Rusia: 2; Arabia Saudí: 1,88; Australia: 1,77; Sudáfrica: 1,58; Brasil: 1,54; USA: 1,47; Canadá: 1,45; Argentina: 1,29; Reino Unido: 1,27; Alemania: 1,26; Francia: 1,23; Japón: 1,12; Italia: 0,98. Según las previsiones del IMF, la tendencia será parecida en 2023: India: 5.9%, China: 5.2% , Arabia Saudí: 3.1%, USA: 1.6%, Canadá: 1.5%, Japón: 1.3%, Brasil: 0.9%, Rusia: 0.7%, Francia: 0.7% Italia: 0.7%, Sudáfrica: 0.1%, Alemania -0.1%, Reino Unido: -0.3%. En lo que respecta al nuevo poder político internacional, se expresa de diferentes formas, incluso en el ámbito económico. El antiguo poder está dejando espacio para el nuevo poder. Una muestra muy significativa de ello es el proceso de desdolarización que se está produciendo. Incredible fall of the US dollar. Su participación en las reservas mundiales de divisas ha caído 7 puntos el año pasado y 22 puntos desde 2008. Según el exanalista de Morgan Stanley, Steven Jen, la participación del dólar pasó del 73% en 2001 al 55% en 2020, al 47% en 2021. Un creciente número de transacciones comerciales se está comenzando a producir en monedas diferentes al dólar, principalmente en una de las monedas de los países que intervienen en el intercambio. Compras de petróleo en monedas bilaterales, incluso de uno de los socios más importantes para el mantenimiento del sistema de dominio del dólar (petrodólar), Arabia Saudí. De hecho, China es ahora un socio más importante que Estados Unidos para el desarrollo de Arabia Saudi. Las exportaciones chinas de metales, maquinaria y equipos de transporte han desplazado a las exportaciones estadounidenses. El proceso de transición de poder es tan importante y profundo que se está institucionalizando a través de nuevos organismos. Por ejemplo, el Nuevo Banco de Desarrollo del grupo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica) ahora ofrece préstamos en monedas locales en lugar de dólares estadounidenses. La lista de movimientos en este sentido va creciendo semana tras semana. Si seguimos fijándonos en este banco, el cambio del poder político global también incluye el multilateralismo dentro del propio grupo de los BRICS, a pesar del mayor peso económico de China. A diferencia de organismos como el Banco Mundial, el Nuevo Banco de Desarrollo distribuye el reparto de responsabilidades en su consejo de dirección de una manera más equitativa entre sus miembros fundadores. Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica tienen todos un 19.42% de participación. Este tipo de decisiones está resultando atractivas a otros países del Sur global, que están solicitando ser aceptados en este grupo. De hecho, en los últimos tiempos hasta 19 países, incluyendo a Indonesia, Irán and Arabia Saudí están pendientes de ser aceptados en la próxima reunión del grupo. Por otra parte, algunos de los últimos movimientos estadounidenses se podrían interpretar como un reconocimiento de que algunas de sus decisiones recientes han ido claramente en contra de su dominio monetario. Parece que Estados Unidos está listo para volver a conectar los bancos rusos a SWIFT. La ONU dijo que habían comenzado las negociaciones entre Rusia y Occidente sobre la reconexión de los bancos rusos al sistema global SWIFT. Asimismo, la Presidenta de la Reserva Federal, Janet Yellen, ha declarado recientemente «No buscamos desvincular nuestra economía de la de China. Una separación total de las economías sería desastrosa para ambos países», tratando quizás de realizar un control de daños de las últimas decisiones gubernamentales. La Reserva Federal es consciente de las ingentes cantidades de dinero que han emitido en los últimos años y del problema interno que tiene, por ejemplo, con el control de la inflación, por lo que intenta evitar por todos los medios una devaluación mayor del dólar que pueda provenir del exterior. Además, esto ocurre en un contexto en el que China está realizando ventas enormes de deuda de EEUU. En ese caso, las consecuencias económicas y sociales para el emisor de la moneda que ha sido utilizada como herramienta de control internacional y de amortiguación de desequilibrios internos, pueden ser muy graves. En relación a esta transformación del poder económico creciente de los países emergentes en poder político global, una de las esferas donde puede tener una gran influencia es en la de las políticas de sostenibilidad europeas. Este es un asunto de gran interés para el futuro debido a que la dimensión ambiental es de importancia existencial para Europa, esta define las condiciones generales que limitan y determinan la toma de decisiones del desarrollo socio-económico del continente. Comencemos por el paradigma de las políticas ambientales: la Cumbre de Río de 1992 y uno de sus resultados, la creación de la Convención Marco de Naciones Unidas para el Cambio Climático (CMUNCC). El objetivo de esta institución internacional era afrontar el reto del cambio climático de manera conjunta, basada en una serie de principios muy ambiciosos: responsabilidades comunes pero diferenciadas entre países – incluyendo las emisiones históricas de gases de efecto invernadero -; acuerdos legalmente vinculantes de reducción de emisiones, transferencia de capacidades, tecnología y dinero de los países primeramente industrializados a los más empobrecidos; y la utilización de sanciones en caso de incumplimientos. Todo ello basado en los más recientes conocimientos científicos ampliamente consensuados internacionalmente en una institución