Ekona

La necesidad de una Plataforma Nacional para la Reducción del Riesgo de Desastres

En un contexto marcado por el cambio climático y por una creciente exposición social, económica y ambiental al riesgo, la reducción del riesgo de desastres (RRD) se ha convertido en una prioridad estratégica. Ya no hablamos solo de emergencias puntuales, sino de un fenómeno estructural que condiciona la seguridad humana, la estabilidad económica y la sostenibilidad. Los desastres, cada vez más frecuentes y complejos, son el síntoma visible de un sistema que necesita anticipación, cooperación y conocimiento compartido. En este sentido, el Marco de Sendai para la Reducción del Riesgo de Desastres 2015-2030 fue adoptado por los Estados Miembros de la ONU el 18 de marzo de 2015 en la Tercera Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre la Reducción del Riesgo de Desastres en la ciudad japonesa de Sendai, Prefectura de Miyagi. Este marco tiene como objetivo general lograr la reducción sustancial del riesgo y de las pérdidas por desastres en vidas, medios de vida y salud, así como en los activos económicos, físicos, sociales, culturales y ambientales de personas, empresas, comunidades y países durante los próximos años. Sus Metas específicas son las siguientes: Plataformas para la Reducción de Riesgos de Desastres La Plataforma Global es un foro para el intercambio de información, la realización de debates sobre los últimos acontecimientos, la socialización de conocimiento y el establecimiento de alianzas entre los distintos sectores, con el propósito de aumentar la implementación de la reducción del riesgo de desastres mediante una mejor comunicación y coordinación entre los distintos grupos interesados. Esta plataforma permite que los gobiernos, las ONG, los científicos, los profesionales en distintos campos y las organizaciones de las Naciones Unidas compartan experiencias y acuerden lineamientos estratégicos para la aplicación del Marco de Sendai. Las Plataformas Regionales son foros multisectoriales que reflejan el compromiso de los gobiernos para mejorar la coordinación y la realización de actividades para la reducción del riesgo de desastres, mientras establece nexos con iniciativas nacionales e internacionales. Asimismo, la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres (UNDRR) fomenta el establecimiento de mecanismos de coordinación multisectorial para la RRD, tales como las Plataformas Nacionales para la Reducción del Riesgo de Desastres, a fin de destacar la relevancia, el valor agregado y la rentabilidad de un enfoque coherente y coordinado para la reducción del riesgo de desastres en el ámbito nacional. En España, la creación de esta Plataforma Nacional no partiría de cero ya que existe el Plan Nacional de Reducción de Riesgos de Desastres. Este plan, que forma parte del Sistema Nacional de Protección Civil, ya establece la arquitectura estratégica necesaria para, o bien utilizarla directamente como el espacio desde el que dirigir las investigaciones y acciones en materia de RRD, o bien como un modelo inspirador para crear un órgano ad hoc específicamente dedicado a esta misión. La urgencia de crear esta Plataforma Anticipar el riesgo es hoy una cuestión de responsabilidad pública y colectiva. La creciente frecuencia de fenómenos extremos, la exposición de infraestructuras críticas y la desigualdad en la capacidad de respuesta exigen una estructura estable de coordinación que funcione de manera permanente y transversal. Solo una visión integrada, que combine ciencia, planificación territorial y cooperación institucional, puede ofrecer una respuesta coherente a los desafíos de esta nueva realidad. La creación de esta Plataforma es una necesidad estratégica. La justificación se basa en dos pilares interconectados: 1.  La nueva realidad de los desastres: la complejidad, intensidad y frecuencia de algunos desastres están aumentando debido, con mucha frecuencia, al cambio climático. Los fenómenos meteorológicos extremos, cada vez más vinculados a este fenómeno, no entienden de fronteras administrativas ni de competencias sectoriales. Los desastres actuales no son eventos aislados, sino crisis encadenadas e interconectadas. Un incendio forestal no es solo un problema para los bomberos; afecta a la biodiversidad, a la calidad del aire, a la salud pública, a la economía local y a las infraestructuras. Entender esta red de interdependencias es la clave para anticipar y reducir los impactos antes de que se transformen en catástrofes. Gestionarlo de forma efectiva requiere de una visión integral que solo puede lograrse con una coordinación multisectorial permanente. 2.  La coherencia y la eficiencia: actuar de forma aislada y fragmentada es ineficiente y costoso. Una Plataforma Nacional permite un enfoque coherente y coordinado. Esto significa: – Evitar duplicidades entre diferentes administraciones. – Compartir información: crear un flujo de datos e inteligencia sobre riesgos que beneficie a todos los actores implicados. – Optimizar recursos: invertir de forma más inteligente en prevención, preparación y respuesta, obteniendo un mayor retorno en seguridad para la ciudadanía. – Dar relevancia: elevar la reducción del riesgo de desastres a la máxima prioridad política, reconociendo su valor crucial para el desarrollo sostenible del país. Hacia una Cultura de la Prevención El verdadero valor de una Plataforma Nacional para la RRD va más allá de la gestión de la emergencia cuando el desastre ya ha ocurrido. Su misión más importante es fomentar una cultura de la prevención. En lugar de limitarnos a ser reactivos —a esperar a que ocurra lo peor para actuar—, esta Plataforma permitiría un trabajo proactivo que permitiría identificar los riesgos antes de que se materialicen, de fortalecer las infraestructuras críticas, de educar a la población, de planificar el uso del territorio de forma más segura y de asegurar que nuestros sistemas de alerta temprana sean lo más robustos posibles. Fomentar la cultura de la prevención es también fomentar la equidad. Los desastres afectan con mayor dureza a las comunidades más vulnerables (quienes viven en viviendas precarias, en zonas de riesgo o con menos acceso a la información). Una Plataforma Nacional puede convertirse en un instrumento para fortalecer la justicia territorial y social, garantizando que nadie quede atrás ante los impactos climáticos y ambientales. Al estar anclada en estructuras ya existentes como las derivadas del Plan Nacional de Reducción de Riesgos de Desastres, y con el respaldo del Consejo Nacional de Protección Civil, la Plataforma tendría la autoridad y la capacidad para impulsar este cambio de mentalidad,

Gobernar la ciudad más allá de la ciudad

Las grandes áreas urbanas del siglo XXI ya no caben dentro de los límites de sus municipios. La expansión de las ciudades, la movilidad diaria entre localidades y los retos compartidos —desde la vivienda hasta el cambio climático— exigen una gobernanza metropolitana, capaz de coordinar decisiones que afectan a millones de personas y a territorios interconectados. Pensar en una escala metropolitana Las ciudades actuales funcionan como redes vivas. Las personas residen en un municipio, trabajan en otro, consumen recursos que vienen de un tercero y generan impactos ambientales que se extienden mucho más allá de sus fronteras administrativas. En este contexto, los problemas urbanos —movilidad, contaminación, vivienda, gestión del agua o residuos— ya no pueden resolverse de forma aislada. Por otro lado, el cambio climático agrava esta situación. Las emergencias asociadas a fenómenos extremos, como las DANA (depresiones aisladas en niveles altos) que afectan recurrentemente al Mediterráneo, o los incendios, revelan las limitaciones de la gestión fragmentada. Cuando cada ayuntamiento actúa por su cuenta, se ralentiza la respuesta y se pierden recursos valiosos. La gestión de riesgos climáticos, como inundaciones, olas de calor o incendios forestales, exige una visión que trascienda los límites municipales y aborde los fenómenos a escala territorial. Las decisiones sobre urbanización, infraestructuras o usos del suelo en un municipio pueden tener efectos directos sobre los territorios vecinos. Una planificación metropolitana permite delimitar los usos del suelo con una visión amplia, garantizar una proporción adecuada de superficies permeables e infraestructuras capaces de absorber y retener el agua, asegurar espacios de laminación y drenaje, y revisar infraestructuras supramunicipales que pueden actuar como barreras o trampas de avenidas. Al mismo tiempo, esta escala de gestión facilita coordinar la disponibilidad de refugios climáticos de distinta tipología, organizar redes de centros sanitarios y logísticos para atender a población desplazada, y prever espacios de acopio y distribución de ayuda en emergencias de gran escala. Esta mirada integral amplía el foco de la gestión del territorio y permite responder con mayor eficacia y equidad ante la complejidad de los riesgos contemporáneos. Un órgano metropolitano ofrece un marco institucional común para coordinar políticas, compartir infraestructuras, optimizar servicios y anticipar riesgos climáticos, orientado a gobernar el territorio real, y no solo el nivel administrativo. Barcelona como referencia: una gestión integrada El Área Metropolitana de Barcelona (AMB) es el ejemplo más avanzado de este tipo de gobernanza en España. Agrupa a 36 municipios y gestiona competencias amplias que van desde el urbanismo hasta la movilidad, la vivienda, el medio ambiente o el desarrollo económico. Algunas de sus áreas clave son las siguientes: • Ordenación del territorio y urbanismo: planifica el crecimiento urbano con criterios de sostenibilidad, equilibrio social y eficiencia territorial. • Transporte y movilidad: coordina autobuses, metro y redes metropolitanas, fomentando la intermodalidad y la reducción de emisiones. • Medio ambiente y sostenibilidad: gestiona el ciclo del agua, los residuos y programas de protección ambiental y biodiversidad, incluyendo un plan metropolitano de lucha contra el cambio climático. • Energías renovables: impulsa instalaciones sostenibles y apoya la transición energética de los municipios. • Vivienda y cohesión social: actúa por delegación de los ayuntamientos para garantizar una política de suelo solidaria entre municipios. • Desarrollo económico y empleo: fomenta la innovación, la creación de empresas y la competitividad regional. Este modelo demuestra que la cooperación institucional amplía la capacidad de acción frente a desafíos que ningún municipio puede resolver por sí solo, aunque la capital sea tan importante como Barcelona. Una oportunidad por aprovechar frente a los desafíos actuales El contraste entre AMB y las mancomunidades de municipios que existen muestra cómo un órgano metropolitano integra la planificación estratégica y coordina los recursos, mientras que las mancomunidades actuales se limitan a la gestión de servicios puntuales, lo cual no alcanza la escala estratégica necesaria para abordar los grandes retos urbanos y ambientales de la región que abarcan. Ciudades como Valencia y su entorno forman una de las áreas metropolitanas más dinámicas del Mediterráneo, con un metabolismo social integrado: los flujos de personas, recursos, energía y residuos circulan diariamente entre municipios. Pero carece de un órgano político capaz de coordinar ese metabolismo y transformarlo hacia la sostenibilidad. Algo similar sucede en otras áreas metropolitanas, que existen en la realidad socioeconómica pero no en la administrativa. Crear un ente metropolitano de gestión —con competencias claras en movilidad, vivienda, planificación territorial y adaptación climática— permitiría mejorar la eficiencia institucional, reducir duplicidades y anticipar riesgos ambientales como los derivados del cambio climático. Adaptación al cambio climático: una visión integrada La creación de órganos metropolitanos no es solo una cuestión de gobernanza, sino una estrategia de adaptación climática. Las aglomeraciones urbanas concentran población, infraestructuras críticas y emisiones, pero también concentran capacidad de innovación y de acción colectiva. Un sistema metropolitano bien diseñado puede: • Coordinar planes de emergencia y protección civil ante fenómenos extremos, integrando la gestión de riesgos climáticos (inundaciones, olas de calor e incendios…) mediante infraestructuras de refugio, sistemas de alerta temprana y redes supramunicipales de asistencia y apoyo. • Gestionar el ciclo del agua y los residuos de forma integrada. • Reducir las emisiones mediante transporte público y energía limpia. • Planificar la expansión urbana evitando zonas de riesgo climático. • Impulsar la resiliencia económica y social, garantizando igualdad territorial. En definitiva, permite pasar de la reacción a la prevención estratégica, con decisiones basadas en datos y cooperación, y a la cultura de la resiliencia, con estructuras y mecanismos diseñados para garantizar la capacidad de resistir. P. Cotarelo y O. Mayoral

Conocimiento del territorio frente a la crisis climática

La actualidad nos coloca ante aparentes paradojas como el hecho de que vivimos en un mundo de conexiones globales con cantidades ingentes de información disponible sobre cualquier tema casi en tiempo real, pero a menudo desconocemos los detalles del lugar que pisamos y del que dependemos para las actividades más básicas. Quizás sabemos más de las capitales del mundo occidental que de la historia geológica de nuestro valle, río o montaña, y estamos más familiarizados con las tendencias internacionales que con los patrones de lluvia, los vientos dominantes o los procesos de regresión o avance de nuestra línea de costa tras los temporales. Sin embargo, en un contexto de cambio climático, este desconocimiento de nuestro territorio se ha convertido en un lujo muy arriesgado. Más allá del mapa: un conocimiento vivo y multidimensional Ahora bien, conocer un territorio no es solo poder señalar sus fronteras en un mapa. Significa comprender su ecología, su historia, su cultura y sus relaciones humanas. Es entender, por ejemplo, por qué un ecosistema es resiliente al fuego y otro no, o cómo la gestión del territorio del pasado condiciona los riesgos del presente. Se trata de apreciar su antropología, su memoria colectiva y sus relatos, han sabido leer las señales del clima a lo largo de las generaciones. Conocer el territorio también implica reconocer los distintos “saberes situados” que lo explican: el conocimiento científico, el técnico, el campesino, el tradicional o el emocional. El conocimiento situado, el que nace de la experiencia directa con el entorno, complementa la ciencia académica y enriquece la toma de decisiones locales. Todos ellos aportan piezas esenciales de una misma realidad, donde la observación cotidiana y la experiencia directa son tan valiosas como los datos satelitales o los informes técnicos. El objetivo de un mejor y más comprehensivo conocimiento del territorio es dotar a las personas de una «lente territorial» con la que interpretar su realidad, comprendiendo, por ejemplo, que un barrio construido sobre un cauce natural seco no es solo un dato urbanístico, sino un futuro riesgo de inundación. Esta “lente” permite conectar conocimiento y responsabilidad, y entender que cada decisión local forma parte de un sistema interconectado. Herramientas para una revolución educativa local La necesidad de una “lente territorial” para interpretar la realidad interpela al conjunto de la sociedad. Por ello, el conocimiento sobre el entorno local debe basarse en un ecosistema educativo adaptado a las realidades sociales y generacionales. En este contexto, el desarrollo de una “competencia climática–territorial” se vuelve clave. Esta competencia puede definirse como la capacidad para comprender el territorio que se habita, identificar riesgos y vulnerabilidades asociados al clima, y actuar de manera individual y colectiva para prevenir, mitigar y adaptarse, participando en la gestión y gobernanza local. El marco europeo GreenComp sobre competencias en sostenibilidad proporciona una referencia útil para orientar esta competencia. Entre sus 12 competencias destacan el pensamiento sistémico, la contextualización de los problemas y la acción colectiva, todas ellas estrechamente vinculadas al conocimiento territorial. La integración de estos elementos en el currículo educativo asegura que cualquier persona que pase por nuestro sistema educativo adquiriera una base sólida de lectura del paisaje, análisis del riesgo y compromiso con su entorno. Una pedagogía de este tipo debería comprender elementos tales como: El conocimiento como antídoto contra la vulnerabilidad Aunque sea incómodo hacerlo, es necesario reconocer que la vulnerabilidad es desigual. La vulnerabilidad a los efectos del cambio climático o a otros fenómenos no es la misma para todas las personas ni en todas las etapas de la vida. Ésta depende de factores sociales, económicos y de género. Por ejemplo, una persona mayor que vive sola en una planta baja, sin red familiar y con movilidad reducida, es intrínsecamente más vulnerable a una inundación que un joven en un piso alto. El conocimiento del territorio es un «igualador crítico» ya que empodera a las personas más vulnerables, dándoles los recursos cognitivos y prácticos para entender su riesgo y saber cómo actuar. La justicia climática empieza reconociendo que no todas las comunidades enfrentan las mismas amenazas ni disponen de los mismos recursos para afrontarlas. Conocer el territorio, entonces, no es solo una cuestión educativa, sino también ética y política. Hacia una ciudadanía arraigada y resiliente Un plan integrado de conocimiento del territorio es una estrategia fundamental de adaptación al cambio climático y de construcción de resiliencia social. Es la diferencia entre ser espectadores pasivos de los desastres y ser agentes activos de nuestra propia seguridad. Se trata de una iniciativa profundamente democrática que devuelve el poder del saber a la sociedad. Lo es porque fomenta una ciudadanía «arraigada», con raíces profundas en la comprensión de su entorno, capaz de disfrutar de él y de leer las señales de alarma, de participar en las soluciones y de cuidar el lugar que considera su hogar. Sentir el territorio como propio es el primer paso para cuidarlo colectivamente, para reconocer en él una extensión de nuestra propia historia y de nuestra vida compartida. En un mundo de emergencia climática, el conocimiento hiperlocal, el que se adquiere caminando, observando y escuchando, se convierte en la primera línea de defensa, en la base de nuestra seguridad. O. Mayoral y P. Cotarelo

Adaptar el territorio a sus límites: una nueva mirada a la sostenibilidad regional

En el contexto del cambio climático, en el que el desarrollo humano empuja cada día más los límites biofísicos, pensar el territorio desde su capacidad de carga ya no es una cuestión académica, sino una necesidad urgente. Las ciudades y regiones deben aprender a funcionar como organismos sostenibles, capaces de mantener su vitalidad sin agotar los recursos naturales ni deteriorar el entorno del que dependen. El metabolismo social: entender la vida del territorio Así como un organismo necesita energía y nutrientes para sobrevivir, las sociedades humanas también tienen un metabolismo: extraen recursos, los transforman, producen bienes y generan residuos. Este flujo constante de materia, energía e información configura el llamado metabolismo social. Aplicar este enfoque al territorio permite medir su capacidad de carga, es decir, determinar hasta qué punto puede soportar una determinada presión humana sin deteriorarse. Al identificar unidades metabólicas regionales, se pueden analizar los intercambios entre la naturaleza y la sociedad y, a partir de ahí, orientar las políticas públicas hacia una adaptación realista. El objetivo es alinear el funcionamiento de la sociedad con los ritmos y límites del ecosistema. Cuando una región consume más de lo que su entorno puede regenerar, se debilita a largo plazo. Por el contrario, una planificación que respeta su metabolismo construye resiliencia y bienestar duradero. Más allá del urbanismo clásico El diseño urbano tradicional ha tendido a centrarse en la relación entre población y suelo construido, pero lo ha hecho de forma parcial. Las ciudades crecen empujadas por necesidades demográficas, económicas o políticas, y esa expansión a menudo genera impactos ambientales y sociales difíciles de revertir. La historia de los últimos siglos es la historia en la que el desarrollo urbano y la distribución de la población están profundamente entrelazados. No se trata solo de dónde viven las personas, sino de cómo se distribuyen las funciones del territorio, qué movilidad requieren, qué consumo energético implican y cómo transforman el paisaje. Los sistemas urbanos son combinaciones complejas de factores económicos, sociales, ecológicos y culturales. Comprender su sostenibilidad exige verlos como un todo, no como piezas separadas. En este sentido, el enfoque metabólico permite integrar esa complejidad: medir los flujos, entender sus interacciones y diseñar políticas coherentes con la realidad material de cada región. Urbanización y resiliencia El modo en que se urbaniza un territorio define su resiliencia frente a fenómenos tan disruptivos como el cambio climático. Mientras que una expansión dispersa incrementa el consumo energético y la fragmentación del hábitat, una densificación excesiva puede colapsar los servicios básicos. En ambos extremos, se rompe el equilibrio del metabolismo urbano. Por el contrario, analizar la relación entre población y suelo edificado permite detectar esas tensiones y rediseñar los patrones de ocupación, en relación, por ejemplo, con la reducción de la dependencia del transporte motorizado, con la promoción de la autosuficiencia energética o con la integración de los espacios verdes en la estructura urbana. El resultado de la incorporación de una visión resiliente al urbanismo permite pasar de ciudades que consumen el territorio a ciudades que conviven con él. Hacia un nuevo pacto territorial Adecuar la adaptación a la capacidad de carga significa, en el fondo, redefinir la relación entre la sociedad y su entorno. Implica reconocer que el bienestar humano no depende de dominarlo, sino de convivir con él dentro de límites sostenibles. Este enfoque da lugar a lo que podríamos llamar un pacto metabólico. Es decir, un acuerdo implícito entre la población y su territorio para mantener un equilibrio funcional. Cuando ese pacto se rompe —por sobreexplotación, contaminación o desigualdad territorial—, el sistema entra en crisis. Adoptar una metodología basada en el metabolismo social permite reconstruir ese pacto con bases científicas y políticas sólidas orientándolo hacia la sostenibilidad funcional, donde la prosperidad no se mida solo en crecimiento económico, sino en estabilidad ecológica, equidad social y calidad de vida. Una metodología con vocación práctica La forma concreta de incorporar el metabolismo social a la planificación territorial y climática podría basarse en cuatro pasos esenciales: 1. Delimitar unidades metabólicas regionales Espacios donde los flujos de energía, agua, materiales y población se comportan de manera coherente. Estas unidades permiten analizar cada territorio como un sistema vivo. 2. Evaluar la capacidad de carga Determinar el punto en que la presión humana —urbana, industrial, agrícola o turística— supera la capacidad del entorno para regenerarse. Este cálculo integra factores ecológicos, sociales y económicos. 3. Ajustar las políticas públicas Traducir los resultados del análisis en decisiones concretas: dónde expandir o densificar, cómo planificar la movilidad, qué usos del suelo priorizar o qué límites imponer al consumo de recursos. 4. Monitorear y adaptar Los territorios cambian, y las políticas deben cambiar con ellos. Por eso es necesario un sistema de seguimiento continuo, con indicadores que permitan ajustar las estrategias en tiempo real. P. Cotarelo y O. Mayoral

La productividad contra los cuidados, una historia mal contada

La baja productividad en España genera preocupación desde hace tiempo por sus efectos sobre la economía. Según los datos de Eurostat, en la última década (2013-2023) España se encuentra a la cola de los países de la UE en lo que se refiere a crecimiento del PIB por persona ocupada, lejos de la media de la UE y muy lejos de los países líderes (Irlanda y Rumanía). Fuente: Instituto de Estudios Económicos a partir de Eurostat Asimismo, la productividad (PIB por hora trabajada) en 2023 presenta unos resultados similares (aunque en este caso la posición respecto al resto de países de la UE no sea tan retrasada). Considerando con el varo 100 la media de la UE, España presenta un 96,3 en productividad (PIB por hora trabajada). Fuente: Instituto de Estudios Económicos a partir de Eurostat El primer paso para realizar un análisis de la productividad comparada es reflexionar sobre la utilidad de un indicador de esas características y estudiar si realmente es útil para comparar la eficiencia de las economías nacionales. Si la productividad se define como el indicador de eficiencia que relaciona la cantidad de recursos utilizados con la cantidad de producción obtenida, su utilidad debería restringirse a sistemas productivos comparables o similares. Por tanto, comparar países con matrices productivas muy diferentes, como ocurre incluso en el caso de los miembros de la UE, podría carecer de sentido o de utilidad real en el proceso de toma de decisiones de carácter político o estratégico. Y todo ello sin profundizar demasiado en la división internacional del trabajo, que influye también dentro de la UE, y que condiciona (y casi determina) las características de las matrices productivas de los diferentes países. Considerando lo anterior, que en la mayoría de las ocasiones en las que se debate sobre productividad se ponga el foco en el lado del trabajo es muy inadecuado. Ya sea la actitud de las personas frente a su trabajo, ya sea el sistema de protección de los derechos laborales, parece que la responsabilidad recae en las personas trabajadoras. Este tipo de análisis no tiene en cuenta dos grandes variables de carácter estructural, además de las debilidades metodológicas comentadas. En primer lugar, la configuración sectorial de la economía de un país determina los límites o los parámetros entre los cuales puede desarrollarse su productividad. La mayor dependencia de sectores que pueden desarrollar bajas productividades por sus características intrínsecas conduce a bajas productividades como país. Normalmente corresponde a ciertas actividades industriales y a los servicios financieros las productividades más elevadas, actividades que no predominan en la economía española. Este tipo de factor ayuda a comprender mejor algunas de las causas de las cifras de productividad españolas a lo largo de la historia reciente, y porqué sin un cambio significativo en la estructura sectorial de nuestra economía su productividad no tiene la posibilidad de variar cualitativamente. Por otro lado, llama la atención que entre los factores que se suelen seleccionar como influyentes en la productividad se incluye el capital humano (así como el capital físico, el capital tecnológico, el capital empresarial, y el marco regulatorio e institucional), pero sin embargo en él sólo se incorpora el grado de educación superior de las personas trabajadoras, y no otros elementos que se pueden considerar en dicha categoría. Cabe preguntarse entonces si las competencias de las personas en el trabajo sólo dependen de su titulación académica, cuando la experiencia nos sugiere toda una serie de otros factores igual o más importantes que la titulación. La motivación, el estrés, el estado de salud, la alimentación y el entorno afectivo serían algunos de los factores a considerar en el análisis de la productividad, si se pretende realizar un análisis riguroso. Fuente: Instituto de Estudios Económicos a partir de Eurostat En algunos estudios, no obstante, se considera la salud de las personas trabajadoras como un factor a tener en cuenta al analizar la productividad, y esto debería servir de guía para introducir los otros factores mencionados previamente. Las personas empleadas que están sanas se presentan a trabajar físicamente capaces de hacer su trabajo con concentración y resistencia. Si el personal se siente bien, podrán participar mejor y realizar las tareas. Invertir en la salud y el bienestar de las personas empleadas agrega costos a corto plazo, pero es más probable que la empresa (y la sociedad) obtenga los beneficios de estos gastos con una mayor productividad y una mejor calidad del trabajo. El deterioro de la salud, trabajar en condiciones de enfermedad (aguda y/o crónica), dedicar tiempo vital de más a preocuparse de la gestión de la propia salud (y de la de las personas cercanas) son cargas que empeoran el desempeño en el trabajo. Por lo tanto, el “encarecimiento” del acceso a la sanidad (por reducción de recursos públicos, listas de espera indefinidas, falta de profesionales, etc.) supone un empeoramiento de las condiciones en las que las personas llegan y desempeñan su trabajo. Esto sucede tanto en términos individuales como en términos agregados, y supone un problema estructural para la economía. Para una determinada estructura económica, como la de un país, la pérdida de productividad relativa respecto a su óptimo socava sus posibilidades de progreso socioeconómico. Cuantos más recursos dedica una sociedad a proporcionar personas trabajadoras en buenas condiciones a los procesos productivos, tanto en términos económicos (monetarios) como en términos de esfuerzo, menos eficiente es en la generación de bienes y servicios. Esta situación empeora en la medida en la que se pierden o desaprovechan recursos en el proceso de mantener la salud de las personas trabajadoras. En el caso de la educación y la formación ocurre algo similar. Cuanto mejor y menos costosa sea la educación y la formación de las personas de una sociedad, mejor puede llegar a ser su productividad. Y esto depende de dos ámbitos interconectados: el bienestar familiar y las condiciones del sistema educativo y formativo. Del bienestar de la familia, o del entorno más cercano, que realiza las labores de crianza y cuidados en las primeras etapas de

Hacia la institucionalización de la colaboración público-comunitaria en el ámbito energético

De la energía dependen los complejos procesos económicos contemporáneos que permiten el sostenimiento material y simbólico de las personas. Es un recurso de primera necesidad y esto hace que esté fuertemente relacionado con el poder y el conflicto. El acceso a la energía y su control ha sido históricamente una cuestión política fundamental. El desarrollo de nuestras economías fósiles ha dado lugar a la preponderancia de esquemas de propiedad de la energía (públicos y privados) coherentes con la visión liberal de la propiedad (exclusiva y excluyente) y con la dinámica de desposesión propia del capitalismo. Pero la transición energética hacia las renovables contribuye a experimentar formas alternativas a las tradicionales: propiedad pública (estatal) y privada de la energía. Esto es gracias al hecho de que en este punto muerto toma relevancia la energía eléctrica renovable, que permite la implicación de una amplia diversidad de actores: desde grandes grupos financieros pasando por PYMES de diferente naturaleza jurídica (incluyendo empresas de la economía social y solidaria), organismos públicos de ámbito local o regional, hasta el conjunto de la ciudadanía. Sin embargo, el hecho de que la energía sea un elemento tan absolutamente estratégico para un país hace que esté altamente intervenida por los Estados y por organismos supraestatales como la Unión Europea, fundamentalmente para garantizar la seguridad de suministro en un marco de competitividad económica internacional y de crisis energética y climática global. La intervención pasa principalmente por un elevadísimo grado de regulación y por la participación en titularidades en el sector energético global, ya sea a través de la adquisición de activos o a través de empresas de propiedad estatal, especialmente en el sector eléctrico. Según el informe State-Owned Enterprises and the Low-Carbon Transition publicado por la OCDE (2018), 31 de las 51 eléctricas más grandes del mundo tienen una participación pública mayoritaria, siendo la mayoría chinas y rusas. En cuanto al entorno europeo, el llamado «consenso neoliberal» del último cuarto de siglo XX hizo retroceder el peso estatal en el empresariado eléctrico y por eso hoy solo destacan la sueca Vattenfall, totalmente pública, la francesa EDF (85% propiedad del Estado francés) y, en segundo término, la francesa ENGIE y la italiana ENEL, con una participación minoritaria de sus Estados (del 33% y el 24%, respectivamente). Por otro lado, también es cierto que por la propia naturaleza de la energía se hace indispensable la intervención pública. Si nos centramos en la electricidad, hay que subrayar que, a diferencia de los hidrocarburos, una vez generada circula por las redes sin -o con escasísima- posibilidad de ser almacenada. Este detalle clave condiciona su gestión porque requiere una coordinación precisa para equiparar en cada momento oferta y demanda. Para hacerlo hace falta además tener en cuenta los condicionantes que imponen las diferentes tecnologías o procesos de generación: desde su capacidad para regular la producción (por ejemplo, una central nuclear no puede pararse de golpe o la producción de un aerogenerador varía en función del viento que sople) hasta su ubicación geográfica (la distancia entre el punto de generación y el punto de uso). Tampoco hay que olvidar la gestión de la conectividad internacional de la red con países vecinos. En resumen, estas cuestiones no pueden obviarse a la hora de discutir modelos posibles -y deseables- de propiedad de la energía. El energético, es un recurso difícilmente equiparable a cualquier otro y la no intervención pública es inexcusable para adaptarse a sus peculiaridades. La propiedad de la energía en el Estado español Antes de continuar, hay que remarcar que, según cómo se mire, poner en relación propiedad y energía no significa únicamente abordar la cuestión de la posesión de títulos jurídicamente sellados en el sector energético. Desde una perspectiva republicana, hablar de propiedad es hablar del acceso al conjunto de recursos materiales e inmateriales considerados relevantes -de naturaleza y cantidad contingentes a cada contexto espacio-temporal- para garantizar a las personas un sostén digno. La función social de la propiedad tiene que ver con permitir a las personas vivir una vida con una independencia socioeconómica. Se asume también que las únicas interdependencias con los otros sean las que estén ausentes de interferencias arbitrarias. Así, la propiedad también viene definida por el derecho de controlar estos recursos básicos. Nadie duda de que la energía -y más la electricidad en la actual transición- está dentro de esta categoría de recursos básicos y se necesitan los poderes públicos para garantizar el derecho a acceder a ellos. Ahora bien, la ciudadanía tiene que disponer de los mecanismos para controlar estos poderes públicos. Por una parte, para que no permitan que determinados actores privados interfieran arbitrariamente sobre otros, dando lugar a relaciones de dependencia; y por la otra, para que no alimenten prácticas amiguistas o clientelares que desemboquen en lógicas oligárquicas y despóticas. Haciendo un repaso al caso español, podemos concluir que el modelo de propiedad de la energía está lejos de cumplir su función social: por un lado, la regulación no confiere a la electricidad la definición de bien esencial bajo una visión de accesibilidad universal, y por el otro, la estructura de derechos de propiedad sobre las infraestructuras energéticas está controlada por un reducido y poderoso bloque de empresas privadas. Como la accesibilidad a la electricidad no está garantizada de forma ex-ante, lo que sí encontramos en España son medidas correctoras ex-post cuyo nivel de efectividad para universalizar el acceso razonable es discutible: el bono social, la Ley 24/2015 contra cortes de suministro, las ayudas de emergencia, los servicios de asesoramiento sobre derechos, la generación y optimización de consumos, los incentivos fiscales o subvenciones a las renovables, o la comercialización municipal. Estas medidas no atacan un problema que es estructural y está relacionado con el ordenamiento jurídico. Más allá de la intervención pública ex-post, es justo recordar que hay iniciativas privadas cuya acción no está orientada a lucro y que ofrecen un servicio de comercialización con ciertos tintes de servicio público puesto que anteponen la cobertura de necesidades energéticas de sus asociados o clientes a la obtención de

Sesgos de género en los impuestos a la movilidad

La movilidad de la población es un elemento importante que puede ser regulado en gran medida por el ente local. Esta regulación supone una derrama fiscal, sobre todo a través de estas dos figuras: el Impuesto sobre vehículos de tracción mecánica (IVTM), conocido como impuesto de circulación, y la tasa de estacionamiento. El IVTM es un impuesto obligatorio de los municipios regulado por la Ley de haciendas locales. Normalmente es considerado un impuesto que sirve para pagar los costes municipales relacionados con los vehículos, como es el mantenimiento de la infraestructura viaria y parte de los costes de la policía local. Se trata de un impuesto real, puesto que grava un objeto sin tener en cuenta las condiciones personales de la persona que es titular. Este impuesto grava la titularidad de vehículos a motor; es decir, lo paga la persona titular del vehículo registrado en la ciudad según consta en el permiso de circulación del mismo. Se paga anualmente y es gestionado entre el Ayuntamiento y la Dirección General de Tráfico. Dispone de una exención sobre los vehículos matriculados a nombre de personas con un grado de discapacidad de, como mínimo, el 33%. Asimismo, la cuota a pagar del IVTM depende de la potencia del vehículo. La ley asigna una cuota por tipo de vehículo y potencia, distinguiendo entre turismos, autobuses, camiones, tractores, remolques, ciclomotores y motocicletas. La cuota fijada por la ley se puede multiplicar hasta por dos a través de las Ordenanzas Fiscales. Con relación a la tasa de estacionamiento de vehículos, el marco legal que la regula es el mismo que la tasa de terrazas: la Ley de bases de régimen local y el Texto refundido de la Ley de Haciendas locales; y en parte está relacionada con la utilización privativa o aprovechamiento especial del dominio público local. Aunque no lo pueda parecer en una primera aproximación, la movilidad en el entorno local, y estas dos figuras fiscales en particular pueden tener una influencia muy significativa en la igualdad de género en función de cómo se diseñen y se apliquen. Tener en cuenta la dimensión de género en el diseño de la arquitectura fiscal puede contribuir a la eliminación de las desigualdades entre hombres y mujeres y, por el contrario, las políticas fiscales que son ciegas al género contribuyen a aumentar la feminización de la pobreza y la precariedad.  En el caso de la movilidad, el análisis en profundidad de sus características desagregadas por género nos puede ayudar de manera significativa a diseñar estas dos figuras fiscales con perspectiva de género. En primer lugar, podemos analizar los desplazamientos realizados por hombres y mujeres en diferentes ámbitos para poder comparar si son similares o diferentes y en qué consisten esas diferencias. Conviene analizar esos datos buscando si existe un sesgo de género y, por lo tanto, una desigualdad en el número de desplazamientos de hombres y mujeres relacionados con ir al trabajo, ir a la compra, llevar y traer a personas a su cargo, acudir a una visita médica o al hospital, o para acompañar a otras personas. También se tendrán en cuenta desde una perspectiva de género, cuántos de estos desplazamientos están relacionados con gestiones personales, ocio, diversión, comidas o actividades deportivas. En este sentido, habría que distinguir qué desplazamientos son para tareas de cuidado para priorizarlos o protegerlos, pues implica que, sin cumplir estas obligaciones, con sus consiguientes exigencias de transportes asociadas, el funcionamiento cotidiano de la sociedad y la vida de las personas no sería posible. Habiendo observado para qué nos movemos hombres y mujeres es importante ver cómo lo hacemos, o sea, qué medios de transporte usamos y comprobar si hay diferencias significativas en el uso del vehículo privado o público. A pesar de que cada contexto requiere un estudio y análisis adaptado a sus necesidades concretas, actualmente sabemos que sí existen sesgos de género presentes en la movilidad, por lo que aplicar una perspectiva de promoción de la igualdad es uno de los elementos claves a la hora de plantear una política tributaria sobre los vehículos privados.  Esos sesgos abarcan desde la apuesta generalizada por diseños urbanos con perspectiva androcéntrica, esto es, enfocados históricamente a un modelo productivo muy concreto que prioriza el tránsito de vehículos privados, empleados por hombres para desplazamientos hacia el trabajo o por motivos de ocio. Hasta la manera en que se vive el derecho a la ciudad, el derecho a transitar el espacio público y a realizar diferentes usos en los que operan variables psicosociales que condicionan cómo y para qué nos movemos las personas en el espacio urbano. Desde hace décadas, está demostrado estadísticamente que la mayoría de los desplazamientos a pie y en transporte público los realizan mujeres mientras que la posibilidad de acceso a la titularidad y uso de un vehículo privado no es democrática y universal. Respecto a esto último, conviene también reflexionar acerca de si dicha democratización sería deseable, o, por el contrario, si el actual uso del vehículo privado resulta ya en sí mismo insostenible. Una vez más, la lectura en términos de sostenibilidad obliga a poner sobre la mesa la importancia de redefinir y rediseñar los modelos de movilidad de las grandes urbes situando el cuidado de la vida en el centro. Esto significa priorizar, proteger y facilitar las tareas de cuidado y sostenimiento de la vida por encima de los intereses lucrativos, capitalistas y contaminantes del modelo actual. Por lo tanto, mientras no se tengan en cuenta los factores relativos a los sesgos de género implícitos en el uso del transporte, se puede considerar que el Impuesto sobre vehículos y la tasa de estacionamiento no incorporan una perspectiva de género porque su configuración es simple y no han considerado las desigualdades existentes en su diseño, elaboración y aplicación. En ningún caso estos tributos valoran las condiciones psicosociales y las situaciones personales de los sujetos pasivos, salvo por las excepciones relativas a las personas con discapacidad. Tampoco tienen en cuenta la necesidad social de dar cobertura a la gran mayoría

Acceso igualitario a las escuelas infantiles

En un marco ideal los criterios de selección para acceder a las escuelas infantiles no serían necesarios puesto que todas las personas que quisieran que sus hijas e hijos acudiesen a ellas lo tendrían garantizado, sin proceso de selección. Mientras tanto, en el camino que hay que hacer hasta llegar a esa situación es importante que se tenga en cuenta, de manera central y prioritaria, cómo y quién desarrolla las tareas de sostenimiento de la vida de la infancia y cuál es el nivel de carga de trabajo productivo y reproductivo que está asumiendo esa persona o ese grupo de personas. Para ello conviene debatir y analizar en profundidad las implicaciones de la regulación de los precios públicos de las escuelas infantiles desde una mirada feminista. Las regulaciones económicas se basan, a menudo por inercia, en un modelo familiar nuclear y heteronormativo  que contempla la figura del hombre como proveedor y de la mujer como cuidadora. La hegemonía de este modelo ha quedado obsoleta dado que actualmente se reconoce que la arquitectura social es diversa y se defiende la  existencia de diferentes modelos de familias y/o núcleos de convivencia. El modelo patriarcal de reparto de tareas entre hombres y mujeres se basa en la idea binaria y prescriptiva que dicta que tenemos capacidades diferentes y complementarias determinadas por nuestro sexo. Así, la división sexual del trabajo atribuye a las mujeres aquellas tareas relacionadas con el sostenimiento de la vida de las personas y la reproducción: cuidados, afectos, alimentación, higiene, salud, aprendizaje, crianza, atención completa a las situaciones de dependencia, el mantenimiento del funcionamiento del hogar, el acompañamiento y la gestión emocional de la familia y su entorno, entre otras.  Mientras, encomienda a los hombres la realización de trabajo productivo y remunerado fuera del hogar y la misión de mantener económicamente la familia, lo que se tradujo en la asignación exclusiva de la esfera pública a los hombres. Esta configuración social heredada y basada en estereotipos de género, provoca una clara desigualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, privilegiando a los primeros en tanto que les exime de responsabilidades afectivas, de cuidados y de sostenimiento de la vida mientras que les otorga el acceso a la vida social y política que se le viene negando a las mujeres.  Los trabajos llamados reproductivos y de cuidados normalmente no son remunerados o lo son en condiciones de extrema precariedad. Tampoco son valorados socialmente y se mantienen en el espacio de la esfera privada, que permanece invisibilizada en el interior de los hogares por lo que tampoco se concreta la carga que implican dichas tareas.  Este hecho dificulta la autonomía de las mujeres, reduce su poder adquisitivo y las prescribe como dependientes durante toda su vida. Así pues, podemos decir que acabar con el sexismo que encierra la división sexual del trabajo es uno de los ejes críticos de análisis para observar la distribución de la riqueza entre la población desde una perspectiva que promueva la igualdad de género. En este contexto se enmarca el análisis de las implicaciones de la regulación de los precios públicos de las escuelas infantiles. En primer lugar es necesario señalar que desde los diferentes movimientos feministas se demanda que hay que trabajar para ir más allá de las políticas de conciliación familiar. Estas están pensadas para la reducción de la jornada laboral de las personas que se encargan de la atención y del cuidado de sus hijas e hijos durante el horario laborable, y ha quedado demostrado que no bastan para desestabilizar la división sexual del trabajo y así acabar con las desigualdades que genera. Por lo que, además, es necesario avanzar hacia un modelo de corresponsabilización del cuidado más amplio y que implique a toda la población incluidas las instituciones públicas. Poner la vida de las personas en el centro de las políticas públicas contribuye a  romper la división estricta, excluyente y sexista entre las esferas pública y privada, trabajo productivo y reproductivo, crianza y vida laboral, y demás roles de complementariedad atribuidos por sexo y que, en la práctica, suponen una de las principales fuentes de desigualdad. El objetivo es que toda persona pueda desarrollar los diferentes ámbitos de su vida sin tener que renunciar a unos u otros en función de la ordenación sexista de las tareas necesarias para el sostenimiento y cuidado de la vida. Para lograrlo, hay que abrir espacio a modelos de organización de la vida completos y multidimensionales que puedan incluir los cuidados, la crianza, el trabajo remunerado, la vida social, el ocio, y el resto de dimensiones de una forma integral y compatible, rompiendo con las lógicas productivistas y de reproducción social que a menudo regulan la política pública en general y los precios públicos en este caso particular. Teniendo en cuenta que existe una gran diversidad de tipos de familias y de enfoques de los cuidados en las primeras etapas de la vida, una vez que se toma la decisión, más o menos voluntaria, de acceder a las escuelas infantiles nos encontramos con una realidad que dista de ser la ideal en tanto que continúa reproduciendo desigualdades. Reconociendo la diversidad de casos entre los diferentes municipios, en términos generales, la actual regulación de los precios públicos de las escuelas infantiles tiene carencias y limitaciones que nos plantean la necesidad de seguir avanzando hacia un modelo de corresponsabilización de la administración pública en el trabajo de cuidados a la infancia. Por un lado, no existen ayudas ni bonificaciones para las personas que no optan o que quedan excluidas de las escuelas infantiles, lo que limita las posibilidades de crianza a un solo modelo y desatiende a todas aquellas madres y padres que se quedan fuera de las listas. Hay que poner en valor que la etapa de crianza de 0 a 3 años comporta un elevadísimo grado de dependencia, la primera infancia requiere atención las 24 horas del día y, en cambio, las políticas públicas no garantizan la posibilidad de ofrecer un cuidado adecuado. La educación primaria obligatoria empieza

El acceso universal y gratuito a la atención domiciliaria

El servicio de atención domiciliaria (SAD) es una de las políticas públicas destinadas a los cuidados de las personas con dependencia intensiva, especialmente utilizado por personas mayores y de apoyo a su unidad de convivencia. Implica la atención personal y, en algunos casos, el apoyo a la limpieza y el mantenimiento del hogar de personas residentes derivadas desde los Servicios Sociales básicos del ayuntamiento y el apoyo para las personas que presentan mayores dificultades en el desarrollo de las actividades de la vida diaria, dificultades de integración social y/o que se encuentran en una situación de autonomía personal reducida. Este servicio coexiste con una amplia oferta privada que incluye opciones con y sin ánimo de lucro. Casi la totalidad del coste del servicio público se cubre con gasto presupuestario, pero existe formalmente un precio público y un debate abierto sobre la pertinencia del copago del servicio. El servicio de atención domiciliaria está innegablemente relacionado con la vida de muchas mujeres. La relación funciona en una doble dirección: por un lado, se comprueba que la gran mayoría de usuarias del servicio son mujeres de más de 65 años (más del 70% del total son mujeres) y, por otro lado, hay que visibilizar que la gran mayoría de las personas que desempeñan tareas de cuidados (ya sea de manera remunerada a través de este servicio u otros sistemas privatizados, o por vínculo familiar) también son mujeres. Las tareas de cuidados son esenciales para el mantenimiento de la vida y no existe ningún sistema productivo que se pueda mantener al margen de los vínculos de interdependencia entre las personas. Cuando hablamos de personas con dependencia a menudo olvidamos que todas las personas somos dependientes en diferentes grados según la etapa del ciclo vital, el estado de salud y otras variables que determinan nuestro grado de autonomía-dependencia. Todas las políticas públicas dirigidas al cuidado de personas con un menor grado de autonomía (es decir, personas que dependen de otras personas para cubrir un número      elevado de sus necesidades cotidianas) tendrían que ser tratadas desde una doble dimensión: por un lado, el enfoque en la promoción de la autonomía de la persona receptora de los cuidados trabajando a partir de lógicas emancipadoras y, por otro, la garantía de unas condiciones mínimas y acordes con los derechos de las personas trabajadoras, que tendrá la persona encargada de realizar las tareas de acompañamiento y atención.  Todo esto garantizando siempre la dignidad de ambas partes, tanto de la persona proveedora, como de la persona receptora de los trabajos de cuidados. Este planteamiento resulta de vital importancia en lo que se refiere al funcionamiento de las políticas públicas de acompañamiento en situaciones de dependencia y, en concreto, al contexto de la atención domiciliaria.  Asimismo, las actividades de cuidados que se siguen efectuando mayoritariamente en familia, suelen hacerse por afecto, por obligación moral o por ambas a la vez. Esta realidad, además de denotar un insuficiente cuestionamiento crítico ante las estructuras tradicionales y de división sexual del trabajo, está suponiendo un valor económico significativo para las instituciones y gran parte de la sociedad. Todo ello  se pone de manifiesto cuando el coste pasa a cubrirse a través de opciones y servicios del mercado o cuando lo cubre la administración pública. Es innegable que en los casos en los que  los trabajos de cuidados se cubren dentro de la familia, colateralmente se está economizando el gasto público y se está haciendo una aportación del todo significativa para el actual funcionamiento social. Generar políticas públicas que aborden la economía de los cuidados desde el gobierno municipal y cuantificar su coste no sólo supone un paso importante para el reconocimiento y la valorización de la economía de los cuidados sino que también implica la corresponsabilización de los poderes públicos en el sostenimiento de la vida. Todo esto son mejoras significativas, pero todavía hay que avanzar hacia un modelo social que tenga en cuenta este trabajo también cuando se hace desde las unidades de convivencia, incluyendo datos pertinentes sobre las tareas de cuidados invisibilizadas, de forma que quede reflejado en el sistema de cuentas municipal. También en el campo de la atención a personas adultas con dependencia sabemos que son las mujeres las que cuidan mayoritariamente, tanto de manera remunerada como no remunerada. Esto supone una desigualdad importante puesto que la cantidad de tiempo que dedican muchas mujeres a las tareas de cuidados limita de manera directa a sus oportunidades de desarrollo personal y vital.  Hay que tener en cuenta que la desigualdad de género sigue presente mientras no se logre la corresponsabilización de los hombres en las tareas de cuidados. Es decir, además de apostar por la mejora de la vida de las mujeres acabando con la división sexual del trabajo y de las cargas sexistas que supone, un enfoque integral con perspectiva de género debe encontrar la forma de implicar a los hombres en las tareas de sostenimiento de la vida.  El concepto de corresponsabilidad integral incluye la implicación no sólo de los hombres sino también del Estado y de las empresas. El grado de compromiso de los ayuntamientos en la provisión de cuidados y bienestar repercute directamente en la vida de las personas que realizan los trabajos de cuidados, pudiendo contribuir a la reducción de  las desigualdades que sufren actualmente.  Además, en el ámbito de los trabajos de cuidados que sí se consideran remunerados, sabemos que la mayoría de las personas que los realizan son mujeres migrantes, con sus propias cargas familiares, muchas veces en situación irregular y atravesadas por los abusos y violencias que todo ello supone en la actualidad. Es importante entender que hasta que no se logre la garantía real de unas condiciones dignas para las personas que desempeñan estos trabajos, no puede darse por alcanzada la igualdad.  Así pues, unas instituciones públicas al servicio del sostenimiento digno de la vida, deben considerar la incorporación de variables más complejas para el análisis de la realidad cotidiana de las personas que sufren opresión en contextos de

El Impuesto de Bienes Inmuebles con perspectiva de género

A pesar de los postulados y la propaganda de la economía neoliberal que promueven sus seguidores y adeptos, la fiscalidad tiene un papel central en las sociedades europeas en lo que se refiere a la redistribución de riquezas y la reducción de la desigualdad social. De hecho, se podría afirmar que es uno de los pilares más importantes que sostienen el modelo de vida europeo de las últimas décadas, permitiendo, por un lado, el mantenimiento de los derechos sociales y, por tanto, un sistema que promueve cierta igualdad de oportunidades; y por otro lado, la paz social y la conservación de amplios espacios de seguridad. Sin embargo, la tradición de la doctrina fiscal en Europa ha obviado en demasiadas ocasiones y aspectos corregir una de las discriminaciones más evidentes y antiguas, la desigualdad de género. Hay que asumir que una fiscalidad que obvie las desigualdades actuales e históricas basadas en el género no solo no es equitativa o reequilibradora sino que tampoco será neutral, puesto que sus efectos reproducen de las desigualdades que impactarán de manera diferente en hombres y mujeres. Este hecho se ha comenzado a enmendar en los últimos años de manera voluntariosa desde diversas instancias, aunque continúa siendo incompleta y no lo suficientemente extensa. El ámbito local, por ejemplo, es un espacio en el que se han podido experimentar avances interesantes desde el momento en el que se han identificado y reconocido sus potencialidades. El cambio de planteamiento comienza desde el primer paso de obtención de datos fiables en los que basar las medidas fiscales. Para conseguir su desarrollo es necesario disponer de datos desagregados por sexo, tal y como ya marca la ley. Esta desagregación es obligatoria para las estadísticas, encuestas y recogida de datos de los poderes públicos (de acuerdo con el artículo 20 de la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres). No obstante, se torna necesario incluir nuevas variables que permitan conocer la compleja diversidad social actual, pues emplear únicamente la variable “sexo” resulta insuficiente para analizar la dimensión de las desigualdades sociales.  Una vez conseguidos los datos desagregados, se procede al diseño de las políticas fiscales. Pero antes de ponerse a ello es necesario advertir que el diseño de normativas o políticas neutrales no existe; tampoco en lo que respecta a la igualdad de género. Las políticas percibidas como neutrales son a menudo políticas “ciegas al género” porque no están teniendo en cuenta los diferentes roles, responsabilidades y capacidades, determinadas socialmente, que se asignan a las mujeres y a los hombres. Las intervenciones ciegas al género no perciben las necesidades diferenciadas de los distintos colectivos sociales ni tienen en cuenta las desigualdades que producen las normativas y políticas sobre la vida de los hombres y las mujeres. Por lo tanto, un sistema fiscal con perspectiva de género es aquel que tiene en cuenta durante el diseño de sus políticas principalmente las siguientes ideas: • Existen necesidades diferenciadas entre hombres y mujeres que a menudo se traducen en un impacto diferenciado de la aplicación de una misma política. • Hay que atender a las diferentes necesidades con el fin de visibilizar y analizar las posibles desigualdades y promover la igualdad real de género. • Existen contribuciones económicas no remuneradas realizadas en la esfera no mercantil, y realizadas mayoritariamente por mujeres, que son fundamentales para la producción de bienes y servicios, así como para el sostenimiento de la vida. Si volvemos al ejemplo de la fiscalidad municipal, encontramos que el Impuesto de bienes inmuebles urbanos (IBI) es el principal impuesto propio de los municipios en cuanto a la cantidad de recursos que se ingresan. Es un impuesto directo y real que recae, esencialmente, sobre la propiedad de los bienes inmuebles: terrenos y edificación, y que se calcula a partir del valor catastral del inmueble. El valor catastral es, aproximadamente, la mitad del valor de mercado del bien inmueble y es calculado por la Dirección General del Catastro. El IBI es un impuesto directo porque recae sobre una persona física o jurídica, la persona titular del bien inmueble, y no sobre una transacción o acto determinado. Es real u objetivo porque grava una renta a partir de las condiciones de un objeto, en este caso el valor catastral del bien inmueble, y no tiene en cuenta las circunstancias personales del sujeto pasivo contribuyente. El IBI, además de ser ciego hasta ahora a la desigualdad de género también lo es a la acumulación. Esto se debe a que pese a tratarse de un impuesto objetivo que refleja la tenencia de inmuebles y, por lo tanto, uno de los elementos que conforman la riqueza del sujeto pasivo, sin embargo, no tiene en cuenta las condiciones personales de renta o riqueza a la hora de establecer el tipo de gravamen. Es decir, se paga el mismo porcentaje independientemente del número y valor de bienes inmuebles que se tengan en propiedad. El impuesto es regulado en los artículos 60 a 77 de la Ley de haciendas locales que, por una parte, especifica los tipos de gravámenes del impuesto (general, especial, recargos), y por otra parte, establece los tipos de bonificaciones posibles. Es precisamente en este último aspecto donde el diseño del impuesto ofrece, en principio, margen para la introducción de medidas para corregir la desigualdad de género. Para ello hay que plantearse la siguiente pregunta: ¿hay desigualdad de género en la distribución de los bienes inmuebles? Responder a esta pregunta primero requiere conocer la distribución entre mujeres y hombres de las propiedades en relación a su valor para ver cuál es el tipo de vivienda de la que son titulares y observar si existen diferencias sustanciales. Para completar el análisis se debe cruzar esta información con el número de personas que cohabitan el hogar, su género y su grado de autonomía/dependencia, para valorar las condiciones de vida y el reparto de los trabajos dentro del hogar. Con el objetivo de que no se excluya a nadie en el diseño del